LITERATURA
Las mujeres de Garcilaso
El autor hace un recorrido por la vida sentimental del famoso poeta soldado a través de las mujeres que le marcaron
POR MARIANO CALVO
«En la concha de Venus amarrado» pasó la vida Garcilaso, y no solo porque el amor fuera su más grande pasión sino porque «tuvo en su tiempo mucha estimación entre las damas»; ¿sería quizá por su carácter «grave y melancólico»?
La mayor parte de ... la obra de Garcilaso supone una apasionada exaltación de su más grande devoción: el amor; y aunque el catálogo de sus idilios conocidos no autoriza por su moderada extensión a imputarle fama de extremado donjuán, indicios hay para creer que vivió de continuo «en la concha de Venus amarrado». De él dijo el poeta Fernando Herrera que «tuvo en su tiempo mucha estimación entre las damas», lo que hay que conjugar con el talante «grave y melancólico» que su contemporáneo Francesillo de Zúñiga le atribuye. Estaríamos así ante el caso de un sensible y reflexivo poeta capaz de ir de un amor a otro sin dejar por ello —o tal vez por ello— de experimentar lo que él acuñó como su «dolorido sentir».
El primer amor
Garcilaso vivió la hora de su primer amor con la joven quinceañera Guiomar Carrillo, hija de la ilustre familia toledana de los Ribadeneira. Ambos adolescentes eran vecinos y, como tal, su relación debía de remontarse a los días de sus juegos infantiles, que, variando en adolescentes coqueteos, darían paso a los primeros escarceos amorosos. Así lo evoca el poeta en la Égloga II, en versos al parecer autobiográficos:
«¿No se te acuerda de los dulces juegos
ya de nuestra niñez, que fueron leña
destos dañosos y encendidos fuegos?
Fruto de este idilio nació su hijo Lorenzo, que vino al mundo por las fechas en que Toledo padecía los violentos desórdenes del alzamiento comunero. Aunque todo propiciaba un rápido acuerdo matrimonial entre las familias de los jóvenes, pues ambas eran semejantes en linaje y posición social, el destino determinó que la boda no pudiera llevarse a cabo: La familia de Guiomar se contaba en el bando de los perdedores de la Guerra de las Comunidades, y aunque Garcilaso se hallaba entre los vencedores, Carlos V nunca hubiese consentido su matrimonio con un miembro del bando desafecto.
Guiomar, consciente de las razones que impedían su boda con Garcilaso, permaneció soltera toda su vida, vinculada sentimentalmente al poeta, como confiesa orgullosamente en su testamento al decir que «entre mí y el dicho Garcilaso hubo amistad y cópula carnal mucho tiempo». Pero ciertamente su fidelidad no fue eterna porque aunque, en efecto, nunca llegó a casarse, se sabe que Guiomar volvió a tener dos hijas naturales más con otro caballero. Este hecho acaso explica el lamento de Salicio en la Égloga I:
«Tu dulce habla, ¿en cúya oreja suena?
Tus claros ojos, ¿a quién los volviste?
¿Por quién tan sin respeto me trocaste?»
Elena, Isabel y Beatriz
En la corte de Valladolid, Garcilaso conoció a la que se convertiría en su mujer legítima, doña Elena de Zúñiga, que figuraba entre las damas de doña Leonor de Austria, hermana de Carlos V. Todo un partido, por lo tanto, que le acercaba al Emperador a través de su hermana favorita. La corte era en aquellos días un hervidero de actividades festivas en donde el poeta brillaría con luz propia. Allí debió cautivar a la joven Elena e incluso a la propia doña Leonor, que aprobaría de inmediato la elección, si es que no eligió ella misma al joven caballero como pretendiente idóneo para su dama portuguesa.
Garcilaso viajó a Portugal, donde permanecía exiliado su hermano, el excomunero Pedro Laso, para organizar el matrimonio de éste con una de las damas de Isabel de Portugal, la prometida del césar. La dama escogida fue la bella Beatriz de Sá, cuyas gracias, unánimemente alabadas por sus contemporáneos, no le tuvieron que pasar desapercibidas a Garcilaso, incluso se ha venido a suponer recientemente que pudieron prender en él la llama de un amor tan intenso como prohibido. Sea como fuere, allí estaba también, acompañando a la futura Emperatriz, la que tradicionalmente se ha venido suponiendo la musa de sus encendidos y lamentosos versos: Isabel Freire.
¿Son Isabel Freire y/o Beatriz de Sá las damas que laten detrás de la Galatea y la Elisa de sus apasionados y melancólicos versos? ¿Cabe añadir a este albur de supuestas musas la propia Guiomar? ¿Quién, en verdad, fue la fuente de un amor que, por una u otra causa —amor prohibido, truncado por la muerte o despectivo—, hicieron sufrir e inspiraron la vena poética de nuestro mejor lírico? El misterio extiende su secuela de conjeturas sobre este debatido asunto, en torno a estos tres nombres de mujer: Isabel, Beatriz y Guiomar.
Boda con doña Elena
Garcilaso y Elena de Zúñiga se casaron probablemente en la quincena del 21 de septiembre al 6 de octubre, únicos días en que Carlos V y doña Leonor coincidieron en Toledo durante la segunda mitad de 1525. Por gentileza de su majestad, Garcilaso fue obsequiado con un incremento en su sueldo de gentilhombre, que su madre doña Sancha amplió con una importante dotación económica. A su vez, doña Elena recibió una generosa dote del emperador, otra del rey de Portugal y una más de doña Leonor de Austria.
No conocemos con certeza qué papel representó doña Elena en la vida sentimental de Garcilaso, pero es probable que, al menos inicialmente, su matrimonio no fuera otra cosa que un acuerdo de intereses, al uso de las bodas aristocráticas, mientras el corazón de Garcilaso corazón miraba hacia otra parte.
La moza extremeña
Según propia confesión, contenida en el testamento del poeta, conocemos que mantuvo una aventura erótica con una moza extremeña, probablemente una criada o campesina del señorío familiar de los Arcos, de la que confiesa «creer» que se halla en «deuda de su honestidad». Todo induce a pensar que se trató de un idilio fugaz mantenido en sus idas y venidas al señorío de su hermano. De ella ni siquiera sabe decir de qué pueblo era, pues duda de si era natural de La Torre o de El Almendral, cercanas aldeas próximas al señorío de Los Arcos, ni puede dar de la misma otro dato seguro que el de su nombre: Elvira. Encarga en dicho testamento que, si él muriese, envíen a alguien que sepa «si yo le soy en el cargo sobredicho, e si yo le fuere en él, denle diez mil maravedíes, e si fuere casada téngase gran consideración en esta diligencia a lo que toca a su honra y a su peligro».
Nada se sabe acerca de ese «cargo sobredicho» que a acaso perpetuó la sangre del poeta en tierras extremeñas.
Las damas napolitanas
Cuando Garcilaso entra al servicio del Virrey de Nápoles, la Italia del Renacimiento se abrió llena de posibilidades ante el sensible poeta en la creadora plenitud de su existencia. Las prerrogativas que le proporcionaba su cargo, la opulencia de la corte, el ambiente cultivado y la famosa liberalidad napolitana se conjuntaban para su felicidad, como escribe en su Oda latina II, donde afirma que su anterior amor toledano empieza a ser cosa del pasado:
...«ya de la ciudad famosa
por sus amadas murallas, la que el río Tajo con áureo
abrazo se complace en sujetar, aquel amor no me
atormenta»…
Garcilaso confiesa en el mismo poema sentirse enardecido en Nápoles, «que bien muestra haber ya sido / de ocio y de amor antiguamente llena». No es para menos: La alta sociedad napolitana, nutrida de nobles damas, alegres al tiempo que cultivadas, tan distintas de las adustas castellanas, brindaba a Garcilaso un escenario idóneo donde deslizarse en una vida de placeres.
Fuera quien fuera su amor toledano, llegó el momento de su relevo por alguna de las encantadoras sirenas napolitanas. Y, así, de este tiempo datan sus amores con una desconocida dama cuya difusa figura aparece, generadora de pasión y tormentosos celos, en algunos de sus poemas, como en el soneto VII, donde confiesa:
«Yo había jurado nunca más meterme,
a poder mío y a mi consentimiento,
en otro tal peligro, como vano,
mas del que viene no podré valerme,
y en esto no voy contra el juramento,
que ni es como los otros ni en mi mano».
Se ha sugerido que este amor napolitano fue la dama Catalina Sanseverino, pero de cierto nada se sabe: su sombra cruza por la obra del poeta con el sigilo que imponen las leyes del amor cortés. No obstante, el reflejo apasionado que irradian los versos del toledano autoriza a especular sobre su rara belleza y acaso sus altas dotes intelectuales, de las que no estaban desprovistas muchas de las cultas damas del Nápoles renacentista.
A la vuelta de la campaña de Túnez, Garcilaso escribe una elegía epistolar (Elegía II) a Juan Boscán en la que le da cuenta de su estado emocional, confesándole su temor de que a su regreso a Nápoles encuentre «vacío o desparcido» el nido que meses atrás cobijó su amor. Garcilaso siente temerosa incertidumbre por su amor napolitano, de cuya fidelidad alberga torturantes dudas:
«Allí mi corazón tuvo su nido
un tiempo ya, mas no sé, triste, agora
o si estará ocupado o desparcido».
La falta de datos al respecto, hace que ignoremos si el recibimiento de aquella que le arrancaba suspiros de nostalgia hasta en el campo de batalla, respondió a sus deseos o a sus temores.
Garcilaso viajaba a Toledo desde Nápoles cuando sus ocupaciones se lo permitían, pasando junto a su mujer unos pocos meses en cada ocasión. La última vez que Elena y Garcilaso estuvieron juntos fue a mediados de abril de 1534, sin sospechar que se estaban diciendo adiós para siempre. Seguramente hacían planes para trasladarse a Nápoles, a instancias del Virrey. Pero no pudo ser.
El 13 o el 14 de octubre de 1536, a los 37 años de edad, quien supo dar vida a tantos versos inmortales exhalaba su último aliento bajo el cielo de Niza. Quizá nunca sabremos qué lágrimas femeninas, más allá de las de doña Elena y doña Guiomar, se vertieron en Nápoles y en Toledo por la definitiva ausencia del poeta.
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