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Al borde del sumidero de la corrupción

O se pone coto de manera tajante, penal y política al fenómeno de la corrupción, o se nos irá por el sumidero el capital democrático logrado desde la Transición. Se marcharán los logros, las virtudes y los defectos de esta España por culpa de unos cuantos cientos de mangantes; y lo que es peor, a causa de un sistema que, lejos de atenazar a los corruptos y sus corruptelas, parece que ha servido para aumentar el número de excesos, incrementar el tamaño de las sacas de dinero y sembrar de dudas, injustamente, la labor de todos y cada uno de los más de ocho mil ayuntamientos españoles. A este paso habrá que construir centros penitenciarios exclusivos para este tipo de delincuentes. Hay quien advierte que la corrupción es inherente a la condición humana, por lo que cabría deducir que, a más elementos añadidos, más posibilidades de corruptelas. Si al humano en sí se le aliña con un mucho de política, un poco de urbanismo, un «boom» inmobiliario y unos cuantos desalmados... entonces tendremos la pócima perfecta. Una mezcla tan conseguida, que se ha extendido como la pólvora durante los años de burbuja y que ha estallado a la vez que la recesión o, lo que es lo mismo, cuando muchos de los involucrados han dejado de percibir sus cheques.

La financiación ilegal de los partidos políticos está sobre el tapete desde el minuto uno de existencia del primer caso de corrupción política. Pero, si somos sinceros, en la mayoría de los casos esa excusa del partido ha servido como tapadera para repugnantes enriquecimientos personales. Del caso Filesa a la Operación Malaya hay un abismo. De los cientos de casos que hoy están abiertos ya sabremos. Lo que resulta evidente es que los partidos políticos funcionan por encima de sus posibilidades y realidad social. Esa hiperactividad y, por lo tanto, ese gasto desmesurado ni siquiera sirven para una mayor implantación significativa o un incremento de sus bases. Tan solo se trata de salir en los medios, lucir un minuto de telediario y acaparar la foto en el periódico. Y para ello, fin de semana sí y otro también, asistimos a un mitin tras otro y a millonarias organizaciones de fastos bajo difícil control.

Se presenta como urgente, y sería deseable que fuera en común, un cambio de cultura interna en los partidos políticos tendente al uso de las nuevas tecnologías y a huir de viejas fórmulas populistas para intentar movilizar a las masas -porque siempre son las mismas-, así como un esfuerzo en la contención del gasto. Si no se genera, no se puede gastar. Y todo pinta que vamos a seguir sin generar un euro por mucho tiempo. Hemos asistido, sorprendidos como ciudadanos y quizá demasiado miopes como periodistas, a una explosión de operaciones urbanísticas imposibles y a desarrollos sobre el suelo que parecían más recreaciones de la Gran Manzana que realidades municipales. A aquellos partidos políticos imposibles les ha seguido una política urbanística insoportable; con burbuja o sin ella, sencillamente, insoportable.

Y es que para ese urbanismo desaforado ha sido necesaria una descentralización desde el Estado hacia las comunidades autónomas, cuando no diputaciones o cabildos, y posteriormente hasta los propios ayuntamientos. Un galimatías de controles y descontroles que ha provocado decenas de errores en el seguimiento, cientos de interferencias e innumerables fallos -cuando no cosas peores- sobre expedientes y operaciones. ¿Cómo es posible que determinadas comunidades autónomas no hubieran detectado irregularidades por doquier en ayuntamientos concretos? ¿Tan alejada está la Administración autonómica de sus ciudadanos como para no haberles oído hablar en la calle? ¿Nadie se percató durante años de los diálogos de cualquier vecino que advertía clamando en el desierto sobre sus alcaldes y su concejal de Urbanismo? El reparto de tareas no ha funcionado. No funciona, y lo que es peor: o se pone coto al desmadre competencial o seguirá sin funcionar. Y es entonces cuando aparece la labor de la Justicia y de las Fuerzas de Seguridad. ¿Nos imaginamos qué habría ocurrido ante determinados casos si la autoridad judicial competente hubiera correspondido en exclusiva al autonómico Tribunal Superior? ¿Estamos convencidos de que esa labor investigadora se habría llevado a cabo de manera estricta por una Policía autonómica? ¿Y si el fiscal anticorrupción correspondiente hubiera sido designado por tal o cual Gobierno de cualesquiera de las 17 comunidades más Ceuta y Melilla?

Otro debate, por supuesto encima del tapete y con necesidad de clarificación en todos y cada uno de los casos en los que reaparezca, es el del uso partidista de esa misma Justicia, sea desde la Fiscalía o desde la Policía judicial. Pero tema aparte es el sistema. Si se profundiza, como parece inexorable, en una mayor «autonomización» del Poder Judicial, mucho me temo que asistiremos a una ocultación de determinados casos y, lo que sería peor, a una «superpolitización» de los tribunales en sus distintos despachos e instancias. Nada más negativo, pues, para la lucha contra la corrupción política o urbanística. Los partidos que pueblan escandalosamente y sin distinción el mapa de la corrupción que hoy ilustra nuestra portada hacen mal, muy mal, al intentar obtener rédito político del conflicto del adversario. Porque se ha demostrado que la moneda siempre tiene cara y cruz. Y que cuanto más levantas la voz, antes te quedas afónico. La podredumbre urbanística, los enriquecimientos personales y los problemas de financiación existen en todas y cada una de las formaciones políticas.

La sociedad asiste entre atónita y abochornada al espectáculo casi diario de un nuevo caso tras otro y de cómo se forran o se han forrado de billetes determinados personajes. Y la gente no sabe cómo diferenciar entre los «buenos» y los «malos», incluso dentro de un mismo partido. Eso sí, y no conviene olvidarlo, la experiencia demuestra que la corrupción cuesta los votos justitos. Para los expertos, la red de corruptelas mueve más dinero en España que el infierno de la droga. O desde el Gobierno se coge de la mano al resto de formaciones y se decide afrontar el problema sin aspavientos ni estúpidas rentabilidades, o asistiremos a un enorme aumento de la abstención ante cualquier cita a las urnas. Por desidia y por hartazgo. La peor reacción social es el reconocimiento de la corrupción como un problema normal y consustancial con la política. Si queremos cargarnos el sistema democrático, sigamos así. Si no pretendemos luchar contra este cáncer, continuemos mirando para otro lado, despilfarrando el dinero en mítines inútiles y respaldando socialmente a quienes se han enriquecido con nuestro dinero mediante obscenos abusos y ridículas ostentaciones de opulencia. Hay que atajar el problema con un nuevo trabajo desde la sede local del partido hasta la Presidencia del Gobierno, pasando ineludiblemente por el distrito, el Ayuntamiento y su Concejalía de Urbanismo, el Tribunal y el Fiscal competente, la Diputación y el Cabildo, la Comunidad Autónoma y el Ministerio.

O se detiene esta sangría del prestigio que le queda al modelo o nos desangramos como democracia, a la vez que desaparecemos por el sumidero maloliente de la corrupción.

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