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A lo lejos
Los puestecillos de algodón dulce o de calentitos ponen el contrapunto de la solemnidad que avanza con el misterio
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Iniciar sesiónMuchas veces, toca conformarse con ver los pasos a distancia. A mucha distancia, cabría decir. A lo lejos se divisan gráciles las plumas de los armaos que conducen al reo mientras el sayón lee la sentencia a morir en la cruz en un perfecto latín. ... El paso avanza con poderío extraordinario ganando metros en cada mecida, abriendo el compás mientras redobla el tambor que contagia su vibración al mar de cabezas pendiente de la escena. El sonido de las cornetas llega amortiguado por la distancia, pero se intuye por el silencio alrededor que van imponiendo con su soplo vitalista. La muchedumbre contiene el aliento esperando que la cuadrilla se emplee a fondo para revirar en la esquina de Trajano: algunos no se resisten a inmortalizar la chicotá con el teléfono móvil. Todo está a punto, pero aún no ha sucedido.
A lo lejos es imposible advertir los detalles y hay que contentarse con una visión de conjunto: el paso poderoso arrancándose de improviso en mitad de la marcha a la altura de los Hércules de la Alameda, el eco de la música, los reflejos de las farolas altísimas en el dorado de la canastilla, el aroma del incienso a merced del viento que lo trae o lo lleva de acá para allá.
A lo lejos, los puestecillos de algodón dulce o de calentitos ponen el contrapunto de la solemnidad que avanza con el misterio. Las dalmáticas de los acólitos turiferarios frente a las camisetas blancas de los calenteros envueltos en las vaharadas que emanan del perol de aceite hirviendo. Las bombillas encendidas con luz estridente de hospital frente a los ciriales arriba con que se anuncia la presencia del Cristo. El bajo continuo del generador eléctrico que proporciona la energía frente al motorcito del tambor de la Centuria. La indumentaria de abrigo de los espectadores frente al airoso vestuario de los romanos, con gola y enagüilla, casco y coraza. El silencio expectante de la multitud frente a la voz de mando directa como una flecha del capataz.
Hércules la fundó, Julio César la rodeó de murallas y el Señor de la Sentencia se adueñó de ella. A lo lejos, la historia se convierte en leyenda.
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