El hilo entre Balzac y Simenon

Claude Chabrol quedará como uno de los platos más exquisitos del cine francés del pasado siglo

E. RODRÍGUEZ MARCHANTE

Definitivamente, Claude Chabrol quedará como uno de los platos más exquisitos del cine francés del pasado siglo; aunque, dada su afición a la buena mesa, también podría ser que despuntara al fin como un sabor, como un género propio de la cocina francesa. Tan clasificado ... como inclasificable, fundador o inspirador de la Nouvelle Vague y a la vuelta de la década repudiado por ella, cineasta de ojo cóncavo que unía el realismo con la socarronería, y que viene a ser el hilo en imágenes que le da un pespunte a Balzac y a Simenon.

No muchos estuvieron en la línea de salida del mejor cine francés: él sí. En 1959, François Truffaut y Alain Resnais triunfaban en el Festival de Cannes con «Los 400 golpes» y con «Hiroshima mon amour», y Claude Chabrol gana el Oso de Oro en el Festival de Berlín con «Los primos», que debiera de haber sido la película inaugural de su filmografía, pero se adelantó a sí mismo con «El Bello Segio». Gran escritor pero mejor lector, Chabrol prefirió exprimir a otros antes que a sí mismo para la pantalla, y probablemente sea el mejor, o al menos el más variado, certero y respetuoso adaptador al cine de algunos de los mejores novelistas y sus mejores novelas, como «Madame Bovary» o «Días tranquilos en Clichy». Aunque el tópico, por otra parte certero, que lo precede siempre es el de fino observador de la burguesía francesa de provincias, a la cual ha exprimido visual y moralmente en gran parte de su filmografía, con la peculiaridad de que, al mismo tiempo que dibujaba su irónico retrato, lo procuraba enmarcar dentro del gran género literario de su siglo, el negro. Y de esa aleación entre lo burgués y la negrura cristalizó su estilo.

Poe, Patricia Highsmith, Ruth Rendell…, autores sombríos que le proporcionan todo el material que él necesita para hablar de lo que le interesa: el azar, el crimen, la culpa, el castigo…, o sus preámbulos, los celos, la ambición, el desajuste pasional… Y en ese sentido, y con esa vocación, Chabrol se acercó cuanto pudo a Hitchcock, con quien compartía más de una filia, como engordar y aparecer aparatosamente discreto al fondo de algún plano; y también mantuvo un constante diálogo fílmico con Clouzot, cuyo guión de «El infierno» le sirvió a Chabrol para hacer una pirueta sobre sí mismo e inaugurar de nuevo su estilo gracias, en parte, a la personalidad, la física y la química de una actriz como Isabelle Huppert, que en manos de Hitchcock hubiera convertido en un accesorio inútil sus célebre «mcguffin», pues su inquietante presencia es ya de por sí un amenanzante «tic-tac», probablemente parte de la esencia del cine de Chabrol permanezca en los ojos de Huppert.

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