Ayer nació Bécquer
Sigue viviendo el poeta que nace cada 17 de febrero en una ciudad que no se entiende sin la levedad de su poesía
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Iniciar sesiónLa luz trazaba renglones sobre el albero con la tinta de la sombra que proyectaban las ramas pudorosamente desnudas que desmentían la primavera que se anticipa en el deseo de los calendarios. Luz de febrero como la que vio aquel niño que vendría al mundo ... del dolor y el desengaño, del amor y el primer beso eternamente repetido, en el barrio brumoso de San Lorenzo. Un niño que se bebió la ciudad con las pupilas del asombro hasta convertirse en el poeta que necesitaba la lengua que se había enroscado -tras el esplendor del Barroco- en metáforas inútiles, en odas rimbombantes, en un verso al que le faltaba el temblor del yo, la emoción del instante pasajero, el simbolismo que nació con la escritura de aquellas Rimas que revolucionarían la historia de la poesía en español.
Ayer nació Bécquer en el parque de María Luisa, ante el monumento que le labró Coullaut-Valera, esa caricia de mármol y de bronce que ciñe al ciprés de los pantanos por la cintura femenina de la belleza. Allí nos dimos cita para escucharlo, para leerlo en esta luz de invierno que ansía el milagro repetido de la primavera, para encontrarnos con esos versos que ya no son becquerianos porque han entrado en los jardines abiertos de lo universal. Bécquer se fue de Sevilla para medrar, para subir en el escalafón de una sociedad que le negó el triunfo en la zarzuela, que lo relegó al exilio toledano cuando cambiaron los vientos políticos que hasta entonces soplaban a su favor. Huérfano de padre y madre cuando aún era un niño, la vida se convirtió en la barojiana lucha por la supervivencia junto a su hermano Valeriano.
Sobrevivió el hombre y sigue viviendo el poeta que nace cada 17 de febrero en una ciudad que no se entiende sin la levedad de su poesía, sin la música que destilan sus versos y que fragua en el fuelle del órgano de Santa Inés, donde Maese Pérez se encomienda a los duendes y a los ángeles de los sonidos negros para llegar a lo más hondo de la vida, que es la muerte. Bécquer no se quedó en la superficie de lo pintoresco, ni en la alegría de la Venta de los Gatos, ni en la luminosa hermosura de una ciudad que podría haber dominado con su verbo y con su prosa, con su lírica y su verso. Se fue a Madrid, esa población manchega que lo recibió como lo que era: un perfecto desconocido. Allí vivió el amor y el engaño, allí derrochó su talento en periódicos y revistas, y allí murió cuando el otoño buscaba las tablas de un invierno que se lo llevó con el soplo definitivo de sus últimas dos palabras: «Todo mortal».
Ayer nació Bécquer, porque mientras exista este afán por la belleza, habrá becquerianos. O mientras alguien sea capaz de cambiar la vida de quien se asoma a sus ojos como si fueran el mar o la luna, el fuego o la serenidad de sentirse amado. Este año se cumplirá un siglo y medio de su muerte, pero eso es falso. Porque Bécquer no ha muerto. Porque ayer nació con la luz fina y elegante de febrero. Porque podrá no haber poetas, pero siempre habrá poesía.
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