el ángulo oscuro
JD Vance vs. León XIV
Vance está tergiversando la doctrina del 'ordo amoris', al ocultar que, estando en situación de necesidad, los extranjeros pueden ser una prioridad moral, incluso respecto a los miembros de la propia familia que no están en dicha situación
Primeras impresiones leoninas
Cuñadismos de sede vacante
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Pocos días antes de ser proclamado Papa, el cardenal Prevost polemizó en redes sociales con el vicepresidente gringo, JD Vance, sobre una alta cuestión de teología moral en la que nos gustaría echar un cuarto a espadas, aparcando las cotidianas y atosigantes birrias politiquillas ... de cada día. Vance había afirmado: «Existe una idea antigua (y creo que es un concepto muy cristiano, por cierto) que dice que primero amas a tu familia, y luego amas a tu vecino, y luego amas a tu comunidad, y luego amas a tus conciudadanos en tu propio país, y después de eso, puedes centrarte en el resto del mundo. Mucha de la ultraizquierda ha invertido completamente esta idea». El futuro León XIV, desde su cuenta tuitera, replicó: «JD Vance se equivoca: Jesús no nos pide que clasifiquemos nuestro amor por los demás». ¿Quién tiene razón?
Vance tiene siquiera una parte de razón cuando alude a esos filántropos tan estupendos (no sólo adscritos a la 'ultraizquierda', sin embargo) que anteponen el amor a quienes están más lejos. Les ocurre lo mismo que a aquel personaje de 'Los hermanos Karamazov' que decía: «Amo a la Humanidad, pero, para gran sorpresa mía, cuanto más amo a la Humanidad en general, menos amo a los hombres en particular, como individuos. Con frecuencia, he soñado que sirvo apasionadamente a la Humanidad y creo que, si hubiese hecho falta, hubiese subido al Calvario por ayudarla, pero sé por experiencia que no puedo convivir con otra persona dos días seguidos en la misma habitación». Vance, sin mencionarlo explícitamente, invoca el concepto teológico de 'ordo amoris', que se remonta a San Agustín y fue desarrollado por Santo Tomás de Aquino. San Agustín considera ('De Civitate Dei', libro XIX, cap. 4) que todos los hombres merecen ser amados por igual, como imágenes de Dios que son; lo cual no obsta que, en la práctica, tendamos a priorizar a quienes están más cerca de nosotros, debido a las limitaciones humanas y a las responsabilidades concretas. Santo Tomás, por su parte, afirma que tenemos mayor obligación hacia la familia que hacia los extranjeros ('Summa Theologiae', II-II, q. 26, a. 7), pues la virtud de la justicia exige que cumplamos primeramente con las responsabilidades hacia aquellos que dependen directamente de nosotros; pero también nos enseña que la caridad debe extenderse a todos, incluidos los extranjeros, y que, en casos de necesidad grave, se debe ayudar al que sufre, incluso si es un extraño, antes que a un pariente que no está en peligro ('Summa Theologiae', II-II, q. 31, a. 3).
Así pues, Vance está tergiversando la doctrina del 'ordo amoris', al ocultar que, estando en situación de necesidad (hambre, guerra, persecución, etc.), los extranjeros pueden ser una prioridad moral, incluso respecto a los miembros de la propia familia que no están en dicha situación. Por lo demás, el 'ordo amoris' establece que todo amor humano debe estar ordenado al amor a Dios; lo cual significa que el amor a la familia no puede convertirse en un apego egoísta o excluyente que ignore las necesidades de los demás o contradiga la voluntad divina. En este sentido, conviene recordar también el pasaje evangélico (Mc 3, 31-35) en el que Jesús amplia el concepto de familia más allá de los lazos de sangre, declarando que su verdadera familia son aquellos que hacen la voluntad de Dios. Jesús no niega el amor a la familia, pero lo subordina al plan divino; es el amor a Dios sobre todas las cosas el que establece el fundamento para ordenar correctamente todos los demás amores. Tampoco podemos olvidar que Jesús, en la parábola del Buen Samaritano (Lc 10, 25-37) amplia el mandato del amor al prójimo, que ya no queda definido por la proximidad geográfica o la pertenencia a la misma comunidad étnica o política, sino por la situación de necesidad.
Y, en fin, Jesús menciona explícitamente la acogida al extranjero como criterio para la salvación: «Forastero fui y me acogisteis» (Mt 25, 35). Tenía razón, pues, el cardenal Prevost –hoy León XIV– al corregir a Vance, más allá de que sí exista un orden en la caridad. Las responsabilidades concretas hacia los prójimos más cercanos pueden ordenar, en circunstancias normales, la forma en que se expresa la caridad; sería perverso, por ejemplo, que un padre de familia descuidase la manutención de sus hijos por atender lejanas causas humanitarias. Pero sería igualmente perverso si ese mismo padre desatendiese a un extranjero en situación de necesidad grave por atender los caprichos de sus hijos. Hay circunstancias excepcionales en que la acción más directa y efectiva no consiste en atender a quienes tenemos más cerca, sino a quienes están padeciendo más gravemente.
El vicepresidente gringo, en fin, hizo una interpretación interesada del 'ordo amoris', para justificar sus políticas migratorias y soslayar el mandato del catecismo de la Iglesia (n. 2241): «Las naciones más prósperas tienen el deber de acoger, en cuanto sea posible, al extranjero que busca la seguridad y los medios de vida que no puede encontrar en su país de origen»; sin olvidar que «las autoridades civiles, atendiendo al bien común de aquellos que tienen a su cargo, pueden subordinar el ejercicio del derecho de inmigración a diversas condiciones jurídicas, especialmente en lo que concierne a los deberes de los emigrantes respecto al país de adopción». En este encaje entre el deber de acogida y la atención al bien común, que debe respetar el 'ethos' de la nación de acogida, se halla la solución cristiana al problema inmigratorio; pero dicha solución, a la postre, sólo es realizable en naciones cuya población se reconoce en una misma tradición religiosa, en unas instituciones nacidas de esa tradición, en unos principios morales alimentados por ella, en una cosmovisión compartida. Sólo desde ese reconocimiento común se puede brindar una acogida auténticamente amorosa a los extranjeros necesitados y dispuestos a asumir los deberes inherentes a la acogida, a la vez que oponer una barrera disuasoria a quienes no están dispuestos a asumirlos. Como señalábamos más arriba, es el amor a Dios el que establece el fundamento para ordenar correctamente todos los demás amores; faltando ese cimiento, las naciones no pueden ofrecer amor alguno, sino tan sólo aspavientos filantrópicos o xenófobos, que son el anverso y el reverso de la misma moneda.
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