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Voxeando

Un partido que aspirase a algo más que ser un contenedor de la «derechita enfurruñada» debería lanzarse a la conquista de un electorado transversal

Juan Manuel de Prada

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Ha sido entrañable el ataque de histeria colectiva que ha provocado el exitoso mitin de Vistalegre. Los medios de adoctrinamiento de masas tildan a Vox, con desmelenada hipérbole, de «formación ultraderechista». Pero lo cierto es que Vox ha sido siempre una formación de derecha homologada: lo fue en sus inicios, cuando surgió reivindicando los postulados liberales y presentando un candidato paladín del europeísmo y la «sociedad abierta» de Karl Popper (el maestro de Soros); y lo es hoy, cuando, al menos en política internacional, se adscribe sin rebozo al ideario neocón. Es verdad que entremedias Vox ha puesto el énfasis en causas diversas: defensa de la vida y la familia (como guiño a la derecha católica), denostación del régimen autonómico (como guiño a la derecha jacobina), énfasis identitario (como guiño a la alt-right pagana)… Hasta encontrar finalmente una veta de adhesión popular en su execración de las avalanchas inmigratorias y del proceso soberanista catalán, en volandas de la inoperancia de una derecha con dengues propios del escribiente Bartebly.

En esta búsqueda de sucesivos banderines de enganche podría tildarse a Vox de derecha saltimbanqui o transformista que (al estilo de la época) pulsa diversas teclas, en busca de una melodía frankenstein; pero no, desde luego, de «ultraderecha». Lo más llamativo es que, en sus sucesivas metamorfosis, Vox siempre ha buscado el voto de los desencantados de eso que su líder ha denominado, con sintagma afortunado, la «derechita cobarde». Pero así sólo se consigue ser una «derechita enfurruñada». Y circunscribir una iniciativa política a la «derechita enfurruñada» es una estrategia perdedora: primeramente, porque se trata de una porción más bien exigua de la población; y también porque, puesta en la tesitura de encumbrar a una formación política, esa «derechita enfurruñada» acaba siempre optando por el voto útil, el mal menor y demás componendas «conservaduras». En este sentido, podríamos preguntarnos si el ataque de histeria de los medios de adoctrinamiento de masas no es, en realidad, un modo malévolo de conceder protagonismo a Vox, para convertirlo en un partido que pastoree a esa porción de votantes descontentos. No sería descabellado pensar que el sistema concede a Vox la misma función de «control de daños» respecto a peperos y naranjitos que en su día concedió a la Alianza Popular de Fraga respecto a la UCD de Suárez: de momento, un contenedor de descontentos; en el futuro, tal vez un recipiente idóneo para un hipotético trasvase de votos que asegure la estabilidad gatopardesca del sistema. En este sentido, los vituperios que los medios de adoctrinamiento de masas dedican a Vox podrían considerarse -como nos enseñaba Cernuda- «formas amargas del elogio». Así lo ha señalado el propio Abascal.

Un partido que aspirase a algo más que ser un contenedor de la «derechita enfurruñada» debería lanzarse sin tapujos a la conquista de un electorado transversal. Y ese electorado son los trabajadores en precario y las clases medias depauperadas y cosidas a impuestos, mientras izquierdas y derechas se dedican a exaltar las «políticas de la diversidad» y las paparruchas de género que tanto gustan a los pijos y a las pijas de izquierdas y derechas. Un partido así lanzaría una ofensiva sin ambages contra la escabechina del neocapitalismo globalizador, devolviendo a los españoles la dignidad laboral (y antropológica) y el sentido de pertenencia a una comunidad política solidaria. Tal vez un partido que se atreviese a lanzar esta ofensiva no acabase de gustar a la «derechita enfurruñada», pero ganaría para su causa a todos los humillados y ofendidos.

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