La línea roja
ETA no habría durado tanto tiempo sin Francia. Las cosas han cambiado mucho y evolucionado siempre para bien, pero la larga historia del terrorismo vasco no se entiende sin la anuencia inicial y la posterior ambigüedad egoísta del país vecino. En los años de plomo ... de la Transición, los de la decena de muertos al mes, los criminales etarras gozaron de una cómoda permisividad que los consideraba alternativamente luchadores de liberación nacional, refugiados políticos o exiliados de una democracia imperfecta. Luego, bajo el mandato de Mitterrand, la República pasó con frío pragmatismo a la compraventa de su colaboración en el mercado de favores políticos y económicos, que culminó con la redada de Bidart en el 92 para que González tuviese una Expo tranquila y unos Juegos perfectos. A partir de ahí se incrementó con notable contundencia la presión y se sucedieron las detenciones, entregas y extradiciones, y hace ya tiempo que Francia permite trabajar con plena libertad a los servicios de información e inteligencia españoles y presta plena cooperación judicial y policial a sus movimientos. ETA se ha ido adaptando mal que bien al progresivo estrechamiento del santuario -un término acuñado por los franceses en la guerra de Indochina- a sabiendas de que su supervivencia en él dependía de una línea roja: la que separa la vida y la muerte de los agentes de la Gendarmería. El martes la cruzó de una forma probablemente irreversible.
El tiroteo mortal de la banlieue parisina puede ser el punto de no retorno de un camino que aunque resulta demasiado largo ha sido siempre una vía muerta. Dolorosa, cargada de sufrimiento y de tragedia, pero inviable. El estado de tensión de unos novatos terroristas diezmados, infiltrados y cercados les ha conducido al error más fatal que estaba a su alcance cometer, cuando su campo de actuación es cada vez más pequeño, cuando el País Vasco ha dejado de ser un vivero impune, cuando las cárceles están llenas de presos sin horizonte ni esperanza que ya sólo sueñan con la remota posibilidad de un saldo definitivo de su delirante aventura. La ceguera fanática de los cabecillas etarras les impidió percatarse de que en la legislatura anterior estuvieron, por mor de la frívola inconsciencia de Zapatero, lo más cerca que han podido estar nunca de algo parecido a una victoria. Ahora ya no les queda más que una existencia agónica y sombría de fugitivos en pena. También en Francia, su antiguo refugio, con la perspectiva implacable de la persecución, una opinión pública rabiosa y el panorama penal de la cadena perpetua.
Falta poco. Si nadie da un ominoso paso atrás, si nadie cede de nuevo a la tentación de los stormonts y de las negociaciones secretas y de la falsa gloria del desenlace, el terror vasco está en la recta de la consunción. Aún van a doler los espasmos, pero se trata de un proceso irreversible, sin más futuro que el de un epílogo.
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