artes&Letras
En el taller del Greco (II)
Un negocio floreciente
El periodo comprendido entre los últimos años de la década de los 80 y la mitad de la década siguiente nos deja un vacío documental que nos impide confirmar la creciente prosperidad del taller. Tan solo contamos con la noticia de las tramitaciones de un cobro, en 1588, por unas pinturas de tema religioso cuyo destino era Sevilla. Ese dato revela la ampliación del espacio desde el que El Greco recibía sus encargos. Por lo demás, sabemos que compuso un par de retablos en este intervalo, y que, en ellos, queda atestiguada ya la participación activa de su taller.
Sí nos consta que, a partir de 1596, la actividad del negocio se intensificó notablemente y que tal acrecimiento no se detendría hasta el fallecimiento del artista. Las razones las encontramos en el hecho de que El Greco había adquirido gran nombradía por la tarea desarrollada en los diez años precedentes, lo cual había constituido causa para atraer una selecta clientela de hombres laicos y eclesiásticos que, como ya se ha señalado en otras ocasiones, integraban los hombres más notables de la intelectualidad, las magistraturas y la curia toledanas. Durante este periodo, el hijo unigénito de El Greco, Jorge Manuel, se incorporaría al taller y oficiaría, dentro de él, en el ejercicio de las tres artes mayores, para las que había recibido instrucción; pero, además, por la confianza de la consanguinidad, El Greco había delegado en su vástago no sólo en tareas artísticas, sino también en la búsqueda de nuevos encargos. En el mismo año 1586, el equipo de trabajo debió afrontar el retablo del Colegio de doña María de Aragón, en Madrid, y el retablo de la iglesia del monasterio de Guadalupe, si bien este trabajo nunca llegó a abordarse. Al año siguiente, surgió el proyecto de los tres retablos de la capilla de San José en Toledo.
En los años iniciales del siglo XVII, en el taller de El Greco, la actividad fue intensísima. Bernardo de Sandoval y Rojas, arzobispo de Toledo, se reveló un convencido de la necesidad de remodelar las iglesias toledanas, una pauta ya establecida por su predecesor, el cardenal Quiroga. Es indudable que tal objetivo favorecía los intereses del taller, pero no lo es menos que la viabilidad del negocio del Cretense se vería muy comprometida hasta el final de su vida por su precaria situación financiera, en un ciclo decreciente que se iniciaría en 1603 con la aceptación de la tasación unilateral, por parte de los representantes eclesiásticos, del retablo del Hospital de la Caridad de Illescas, que – huelga señalarse – en esas incompresibles condiciones de unilateralidad, fue irrisoriamente baja. Pese a que, como hemos dicho, el ritmo de trabajo del taller durante todo este pasaje de la vida del pintor fue elevado, los apuros económicos presidirían esta etapa.
Los miembros del taller
Pero, ¿quiénes fueron los hombres que auxiliaron a El Greco en esta empresa? El primero de ellos -en el tiempo, y, si excluimos a Jorge Manuel, probablemente también en el afecto– fue Francisco Preboste, objeto de nuestra atención en un artículo anterior, y a quien encontramos junto a Lattanzio Bonastri de Lucignano, en calidad de ayudantes en el taller que el Candiota abriría en Roma en el año 1572. Si este desaparece de la órbita de El Greco tras abandonar la Cuidad Eterna, Preboste ligaría ya el resto de su vida al maestro.
Al hablar de talento y trascendencia, el más importante discípulo de El Greco fue, sin duda, Luis Tristán, ejemplo también de fidelidad no sólo por su permanencia junto al maestro, sino también por ser quien mejor asumió y secundó su estilo. Especialmente celebrado, en el conjunto de la obra de Tristán, son los lienzos del retablo del altar mayor de la Colegiata de San Benito Abad de Yepes.
Pedro de Orrente fue otro de los pintores que ofició como subordinado de El Greco. A Jusepe Martínez, debemos el dato de su ampliación de estudios en Roma, junto a Bassano, de cuya influencia dejó constancia después de abandonar Toledo para establecerse en Valencia. A ellos, debemos agregar las figuras de Pedro López, recordado por Ceán Bermúdez, el pintor e ilustrado estudioso del arte, merced a una Adoración de los Reyes, compuesto para el claustro del convento de los Trinitarios de Toledo, y Francisco de Espinosa, que en algunos documentos aparece firmando como testigo y, como supone Fernando Marás, debía formar parte del taller. Pese a la definida personalidad y el estilo diferenciado de Antón Pizarro, lo cierto es que el propio Ceán Bermúdez también lo sumó a los miembros del taller de El Greco. Entre este extenso elenco de pintores, se cuenta, igualmente, Alejandro de Loarte, famoso pintor de bodegones, de quien conocemos, como uno sus escasos datos biográficos que nos ha llegado, que nombró su albacea testamentario a Pedro de Orrente. Además de Jorge Manuel, de acuerdo con algunos estudiosos, el pastranero Juan Baustista Maíno completaría la nómina de los pintores que ayudaron a El Greco en su taller, extremo del que, como en el caso de Pizarro, carecemos de constancia. Melchor Gaspar de Jovellanos, en su Elogio de las Bellas Artes, entre las varias referencias al Greco, afirma que «sus discípulos Maino y Tristán, herederos de su doctrina, sin serlo de sus extravagancias (sic), lograron allí un distinguido nombre».
Sin embargo, la plantilla que el Cretense aglutinó en torno a su negocio, no concluye con estos nombres, debió tener muchos otros; es seguro que Diego de Astor actuó junto al maestro como grabador, y que también le prestaron servicio los escultores Giraldo de Merlo, de procedencia flamenca, y Miguel González.
El funcionamiento del taller
Testigo de excepción de la forma de trabajar de El Greco, tanto de su aportación a los proyectos de factura colectiva como de aquellos que son obra exclusiva del Cretense, fue Francisco Pacheco, que dejó testimonio de su visita al taller y de su trato directo con Jorge Manuel en su Arte de la Pintura, donde da cumplida cuenta de un episodio al que ya hemos aludido en otros artículos de esta serie. Se trata de la visita que, en 1611, Pacheco hizo al taller de El Greco, donde Jorge Manuel le mostró, por indicación del padre «lo que excede de toda admiración, los originales de todo cuanto había pintado en su vida, pintados al óleo en lienzos más pequeños», una especie de muestrario con que guiar los encargos de sus solicitantes.
Gonzalo Menéndez-Pidal ha llamado la atención sobre un detalle que se desprende del segundo inventario de cuadros de El Greco, que data de 1621, y que fue editado por Francisco de Borja de San Román. Se trata del hecho de que un buen número de cuadros pequeños del total estaban enmarcados por una guarnición negra a modo de molduras homogéneas, marco que, en modo alguno compartían las pinturas grandes. Este matiz parece revelador de que no se trataba de simples bosquejos, sino de pinturas acabadas que servían de modelo para otras muchas, algunas de las cuales salían, únicamente, de las manos del maestro, y, otras, de la tarea de sus auxiliares, con una participación variable del Candiota.
En cualquier caso, todo apunta hacia un ritmo de actividad tan exacerbado que los críticos del primer tercio del siglo XX estimaran que, en ese aspecto, el de El Greco era un taller sólo comparable al de Bellini o Rubens.
Finalmente, diremos que, si hay que trazar una divisoria que separe las obras de autoría coral de aquellas que provienen, en exclusividad, del genio individual del Cretense, sólo nos aventuramos a apuntar que está atestiguada la participación colectiva en más de 140 obras conservadas, si bien se estima que sólo la mitad son exclusivamente atribuibles a El Greco. En el momento de escribir estas líneas, Carmen Garrido, jefa del Gabinete de Documentación Técnica del Museo del Prado trabaja en una obra definitiva sobre este asunto que llevará por título El Greco pintor, donde se recoge el inventario de las pinturas que, indisputablemente, corresponden, únicamente, al genio creador del Cretense.
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