La gran hazaña solitaria de la IIGM: el samurái que consiguió sobrevolar y bombardear EE.UU.
Durante la Segunda Guerra Mundial, Nobuo Fujita se convirtió en el primer y único piloto que consiguió bombardear el territorio continental de Estados Unidos desde el aire en toda su historia

El origen de esta historia tenemos que buscarlo en el famoso ataque de Japón contra la base naval de Pearl Harbor, en Hawai, el 7 de diciembre de 1941. Aquel día, que marcó un antes y un después en la Segunda Guerra Mundial, murieron más de 2.400 estadounidenses. La orden inmediata de su presidente, Franklin D. Roosevelt, fue devolver el golpe a los japoneses en su propio país. La idea parecía descabellada, pero lo consiguieron gracias a la imaginación y a la audacia del coronel James Doolittle, que comandó a una escuadra de 16 bombarderos B-25 que lanzaron dieciséis toneladas de bombas sobre Tokio.
En la venganza murieron solo cincuenta japoneses y se destruyeron cerca de noventa edificios, además de varias bodegas, fábricas y tanques de gas. El daño fue clasificado como mínimo, pero el efecto sobre la moral de Japón fue demoledor. Lo más importante es que Estados Unidos consiguió herir su orgullo e instaurar una sensación de vulnerabilidad en la mente de su emperador y de sus ministros. «Los japoneses tomaron nota de la alta rentabilidad conseguida por los estadounidenses del pequeño bombardeo sobre Tokio y decidieron actuar en consecuencia, buscando devolver la visita», cuenta Jesús Hernández en 'Las cien mejores anécdotas de la II Guerra Mundial' (Rocabolsillo, 2016).
Primero lo intentaron con varios submarinos contra algunos de los barcos mercantes que navegaban cerca de la costa estadounidense y, después, en febrero de 1942, con otro submarino más que consiguió lanzar 17 proyectiles sobre unos campos petrolíferos cercanos. Sin embargo, fueron tan pobres que ni el tráfico marítimo ni los trabajadores de la plataforma interrumpieron su labor. Y, por supuesto, no tuvo ninguna consecuencia sobre la población civil, que ni siquiera se enteró del ataque. Japón tenía que subir su apuesta si quería aumentar el terror y la confusión entre los dirigentes enemigos y su población.
Solo habría hecho falta que un proyectil hubiera caído sobre Los Ángeles o San Francisco para que el golpe sobre la moral de los norteamericanos hubiera sido de proporciones gigantescas. Cuando llegaron a esa conclusión, Japón se puso manos a la obra. Pero, ¿cómo podrían acercar un avión sin ser vistos ni interceptados por la aviación estadounidense? La opción del portaaviones parecía imposible, una locura. La única alternativa medio viable era un submarino, aunque el riesgo era igual de alto… y más difícil.
Un reto absurdo
Al igual que Dolittle el 18 de abril, Japón tuvo que echar mano de su imaginación para idear la forma de transportar un avión dentro de un submarino. El reto parecía absurdo, pero a los ingenieros nipones se les ocurrió construir un aparato plegable lo suficientemente pequeño como para que cupiera dentro de un sumergible. «En principio se propuso que fuese un hidroavión para despegar y amerizar en el agua. Pero la arriesgada misión en las costas norteamericanas aconsejaba que el despegue se hiciera en el menor tiempo posible, por lo que se ideó una catapulta que iría montada en la cubierta del submarino, destinada a proporcionar al aparato la velocidad necesaria para emprender el vuelo», explica Hernández en su libro.
Solo faltaba elegir al piloto que estuviera dispuesto a realizar esta operación suicida. Finalmente fue el sargento Nobuo Fujita, al que a principios de septiembre de 1941 se ordenó acudir inmediatamente al palacio del príncipe Takamaka, hermano del emperador Hirohito, para comunicarle la misión. Iba a ser el primer y último aviador en bombardear el territorio continental de Estados Unidos desde el aire, si tenemos en cuenta que los ataques de 1993 y 2001 contra las Torres Gemelas consistieron en chocar los sucesivos aviones contra los rascacielos sin lanzar ningún misil.
Lo primero que preguntó Fujita fue si el objetivo iba a ser San Francisco, Los Ángeles o cualquier otra ciudad importante de la costa oeste de Estados Unidos. Takamaka le reveló en ese momento que sus proyectiles debían caer en los bosques del estado de Oregón. A continuación le explicó que, según los cálculos de los expertos, las llamas provocadas por tan solo un par de misiles lanzados sobre dos puntos concretos devorarían una parte importante del terreno y decenas de pueblos, sembrando el pánico entre la población. Esa, al menos, era la idea.

Dos semanas de travesía
Aunque Fujita desconfiaba bastante de las previsiones del hermano del emperador, no se atrevió a hacer la más mínima objeción y comenzó los preparativos. El 15 de agosto de 1942, Fujita inició el largo viaje en submarino que le llevaría al continente americano. En la bodega, el pequeño hidroavión perfectamente plegado. Estuvieron dos semanas en el mar hasta que divisaron la costa de Estados Unidos, pero las condiciones meteorológicas no eran la adecuadas como para montar el aparato en la cubierta y esperaron agazapados bajo el agua a que apareciera el sol. El viento y la lluvia no persistieron hasta el 9 de septiembre.
Ese día, sin esperar un minuto, se pusieron a toda velocidad a montar el hidroavión como si de un juego de niños se tratara. Cuando estuvo listo, Fujita fue a buscar rápidamente su katana de samurái, que había pertenecido a su familia desde hace cuatro siglos y que, en caso de ser abatido y hecho prisionero, le serviría para hacerse el harakiri. Después se colocó el aparato sobre la catapulta y nuestro protagonista se introdujo en él junto a su compañero, el observador Shoji Okuda. A continuación fue lanzado al cielo e inició su vuelo hacia el faro situado en el cabo Blanco, en Oregón. Por último descendieron por la costa hasta llegar al pequeño puerto de Brookings.
«Nadie se alarmó de que un hidroavión sobrevolara sus cabezas. Pocos podían imaginar que, en realidad, estaban asistiendo al ataque de un avión japonés. Desde ahí, viraron hacia el interior en busca de la masa forestal para lanzar las dos bombas incendiarias que llevaban consigo. Cuando se encontraban en el punto previsto, dejaron caer los dos artefactos, de los cuales uno no explotó. Rápidamente emprendieron su regreso al submarino. El hidroavión amerizó cerca del sumergible y en poco tiempo el aparato estaba de nuevo plegado y guardado en la bodega», relata Hernández en su libro.

Las cenizas de Fujita
Fue visto y no visto. La bomba que si explotó era de 76 kilos y dispersó 520 bolitas incendiarias en un área de 90 metros cuadrados. Desde el hidroavión vieron el brillo de la explosión y llamas. Pensaron que su operación había sido impecable. Con diferencia, la más difícil que nuestro protagonista había realizado desde que, en 1932, se alistó en la Armada Imperial y se convirtió, después, en uno de los mejores pilotos de Japón. Durante la Segunda Guerra Mundial, había sido enviado al submarino I-25, un destino extraño para un aviador, donde se encargó de los atrevidos vuelos de reconocimiento que se hacían desde el sumergible.
Vecinos de Brookings vieron al hidroavión de Fujito y el humo posterior y dieron la alarma, incluso, al FBI. Para desgracia de los japoneses, el fuego que generó la bomba se extinguió solo por la lluvia. Viendo el fracaso de su operación, Fujita volvió a atacar el día 29 de septiembre, esta vez de noche, pero el resultado fue el mismo. Esta vez también pensaron que el ataque había sido un éxito y, una vez plegado el aparato y huido del lugar, huyeron del lugar. Pero no. Además, fueron atacados por una patrullera estadounidense, que no consiguió alcanzarles porque se sumergieron rápidamente.
Okuda murió durante la guerra, pero Fujita sobrevivió. Durante casi veinte años, en los que abandonó la vida militar, nuestro protagonista se dedicó al comercio de metales. En 1962, para su sorpresa, recibió una invitación para viajar a Brookings, donde le recibieron casi a modo de homenaje aunque su intención hubiera sido acabar con el pueblo. Se llevó su katana y se la regaló a las autoridades municipales, que la exhiben con orgullo en el Ayuntamiento. Desde entonces, ha visitado varias veces más la localidad, de la que llegó a ser nombrado ciudadano honorario. Incluso le dejaron sobrevolar los bosques sobre los que lanzó sus bombas, en los que plantó más adelanta una secuoya. En 1997, cuando murió de cáncer de pulmón, su hija esparció sus cenizas sobre el lugar exacto en el que cayeron sus explosivos.
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