Así se estrelló Gran Bretaña el año que intentó destruir definitivamente al Imperio español

En 1741, el Rey Jorge II eligió personalmente a George Anson y Edward Vernon, sus dos marinos más respetados, para liquidar definitivamente el monopolio de España en América, con un gran ataque simultáneo por el Pacífico y el Caribe, que acabó convirtiendo a aquel año en el más funesto para de Inglaterra en todo el siglo XVIII

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En 1741, Gran Bretaña estaba pletórica, convencida de que había llegado la hora de darle la estocada al Imperio español tras dos siglos y medio de incontestable dominio mundial. De «chamuscar las barbas del Rey de España», como había dicho doscientos años antes el temido ... pirata Francis Drake, que lo intentó hasta la saciedad con poco éxito. Ahora era el turno del almirante Edward Vernon y el comodoro George Anson, los dos marinos más respetados de Inglaterra, nombrados por el Rey Jorge II para acabar con el monopolio hispano del opulento comercio americano.

En lo siglos anteriores España no lo había tenido fácil. Desde que Colón descubrió América, las potencias europeas pelearon por hacerse con un trozo del pastel. El Tratado de Utrecht, en 1713, brindó esa oportunidad a Gran Bretaña con la concesión del llamado «navío de permiso», la autorización de enviar un barco al año con 500 toneladas de mercancías para comerciar en América. Aunque resultó muy beneficioso, el Gobierno inglés no tardó en sucumbir a la avaricia y conspirar para hacerse con la tarta entera. Comenzó a fomentar los ataques piratas e impulsar el contrabando, lo que provocó un aumento de los encontronazos entre los contrabandistas y la guardia costera, hasta que todo saltó por lo aires.

En 1731, los españoles a bordo de La Isabela detuvieron al bergantín británico Rebecca cerca de Florida. Al comprobar que su carga excedía las 500 toneladas, el capitán Julio León Fandiño requisó la mercancía y le cortó una oreja al capitán inglés Robert Jenkins, para que el mensaje quedara claro: «¡Ve a tu Rey y dile que le haré lo mismo si a lo mismo se atreve!».

Este acudió después al Parlamento para contar lo sucedido con la oreja en un frasco de cristal. Una escena esperpéntica que, según muchos historiadores hoy en día, fue inventada por Londres para poder iniciar la Guerra del Asiento el 23 de octubre de 1739, conocida popularmente como la Guerra de la Oreja de Jenkins. Sea como fuere, el Rey Jorge la planteó en dos frentes: uno comandado por Vernon y otro por Anson. El primero debía conquistar los principales puertos de Cuba, Panamá y Colombia en el Mar Caribe y el segundo, doblar el Cabo de Hornos, atacar las posesiones españolas en el Pacífico y azuzar una rebelión contra Felipe V.

El 'annus horribilis'

El resultado de ambas expediciones, sin embargo, fue desastroso, hasta el punto de que se puede calificar 1741 como el año más dramático de Gran Bretaña en el siglo XVIII. Y eso que la aventura comenzó bien, bajo la idea expresada por Vernon justo antes de partir: «Si tomamos Portobelo y Cartagena de Indias, los españoles lo habrán perdido todo». El primer objetivo cayó en solo dos horas de bombardeo a finales de noviembre de 1739, pero el almirante tuvo que esperar a Anson para atacar el segundo, sin imaginarse el largo y terrible viaje que le esperaba a su compañero.

 

La odisea se prolongó durante cuatro años de accidentes, hambre, motines y epidemias que causaron una escabechina de más de 1.400 muertos. Un fracaso al que los británicos reaccionaron con un entusiasmo extraño, pues se publicaron una docena de relatos sobre el viaje que rápidamente se convirtieron en 'best seller'. El pueblo se olvidó de las bajas, los periódicos se llenaron de detalles escabrosos y hasta se compusieron coplillas en honor de Anson.

A pesar de ello, todo olía mal desde el principio. La misma organización dejó bastante que desear, ya que se incumplió la promesa de facilitar a la expedición medio millar de soldados. En su lugar, Anson tuvo que reclutar a quinientos veteranos e inválidos de guerras anteriores, los cuales desertaron antes de embarcar o murieron sin llegar a ver el Pacífico. A esto se sumó que, nada partir de Madeira, primera escala del viaje, la comida se pudrió por la nula ventilación de los barcos. El olor era insoportable y tantas las moscas que aparecieron, que el tifus y disentería hicieron acto de presencia.

George Anson, pintas or Thomas Hudson, pintado a mediados de siglo XVIII

Casi todos muertos

«En el tiempo que tardamos en llegar a Madeira, no perdimos más que dos hombres en el Centurion, la nave capitana. Pero en el viaje que hicimos hasta Santa Catarina, tuvimos en todos los navíos muchísimos enfermos, de los cuales murieron la mayor parte», reconoció uno de los supervivientes en las primeras memorias que se tradujeron en España: 'Viaje alrededor del mundo hecho por Jorge Anson' (Madrid, 1833), reeditado en 2014 por la editorial Espuela de Plata.

Luego, todo fue a peor. En la isla de Santa Catarina, primera parada americana, hubo que desinfectar las embarcaciones con humo y vinagre, pero la malaria acabó igualmente con otro centenar de marinos. «Al salir de esta plaza –advertían dichas memorias– dejamos el único puerto no enemigo que ibamos a visitar en nuestra larga y peligrosa expedición. Solo quedaban costas enemigas e islas desiertas donde no podíamos esperar socorro».

El paso del Atlántico al Pacífico, acometido en enero de 1741, fue también un infierno. Primero fueron zarandeados por una violenta tormenta. Luego aparecieron los barcos españoles y tuvieron que arrojar al mar sus provisiones para aligerar el peso y poder huir. Por último apareció el escorbuto, que en las semanas siguientes se cobró cientos de vidas más. Tardaron tres meses en atravesar el estrecho de Le Maire y el cabo de Hornos, pues dieron infinitos rodeos, perdidos, desperdigados y maltrechos, con los mástiles y las velas rotas, debido a que desconocían las corrientes y no se habían proveído de los mapas correctos.

Según el mencionado relato, nada tenía visos de mejorar: «Todos confesaban que lo que habían llamado hasta entonces tempestades, era tiempo favorable en comparación con las que nos afligían. Se levantaban unas olas tan altas y terribles, que nunca se vieron otras tan peligrosas en ningún mar. Nos estremecimos con razón».

El sitio de Cartagena

Harto de esperar a Anson, Vernon decidió atacar Cartagena de Indias el 13 de marzo de 1741. El almirante quería su porción de gloria ya y reunió una flota de 130 navíos de transporte y 70 de guerra. En total, 2.000 cañones y 30.000 hombres cansados de beber grog, un cóctel de agua, ron y azúcar. «Nunca un contingente estuvo más completamente equipado y nunca tuvo la nación más razón para la esperanza en un éxito extraordinario», escribió en su diario el cirujano del Centurion, Tobias Smollett.

Cuando la escuadra llegó a Cartagena, la desproporción de fuerzas tranquilizó a Vernon. España solo contaba con seis navíos y 3600 hombres en la plaza, de los cuales, 500 eran civiles y 500 indios. Aunque estaban comandados por dos experimentados y exitosos militares como el virrey Sebastián de Eslava y el comandante Blas de Lezo, el almirante inglés estaba tan convencido de su victoria que escribió al Rey para avisarle de que cuando recibiera la carta ya habría conquistado la ciudad... pero nada más lejos de la realidad.

Lezo demostró mucha inteligencia y abrió un foso en torno al castillo de Cartagena para que las escalas de los asaltantes no llegasen. Luego mandó a dos traidores ingleses para que indicaron a Vernon el mejor lugar para atacar la ciudad. A continuación hundió varios barcos en la entrada del puertopara que los buques enemigos no pudieran acceder, obligando a los enemigos a atravesar zonas plagadas de mosquitos portadores de epidemias. Por último, mandó a sus hombres rematar con bayonetas a los desconcertados ingleses.

Edward Vernon, pintado por Francis Hayman

«Cuerpos flotando»

«Nuestras tropas contemplaron los cuerpos desnudos de los compañeros flotando en el puerto, proveyendo de presas a los carroñeros cuervos y tiburones, que los hacían pedazos sin interrupción», recordaba Smollett. A esas alturas, Anson ya había perdido cuatro barcos y la mayoría de sus hombres, pero estaba decidido a apoderarse del tesoro del galeón Manila, que hacía el viaje anual hasta Acapulco. Quería regresar a Gran Bretaña con algún botín que maquillara el descalabro de su expedición.

Esta nave, cargada de plata peruana, era «el mejor botín de todos los océanos», según escribió el propio Anson. En junio de 1743, tras sufrir una nueva sagría por el escorbuto y verse obligado a prender fuego al Gloustercer por una vía de agua irreparable, el Centurion en solitario interceptó por fin el galeón Manila. Le obligó a rendirse en solo noventa minutos y pudo llevarse de vuelta a casa el ansiado botín: 1.313.843 reales de a ocho –el famoso dólar español, primera divisa de uso mundial– y 35.682 onzas de plata.

Al regresar a Spithead el 15 de junio de 1744, con solo quinientos hombres y sin haber intentado siquiera doblegar al Imperio español, Anson y los demás supervivientes desfilaron por las calles de Londres con 32 carros repletos de lingotes de oro... y una vergüenza que ocultar.

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