45 aniversario de la muerte de Franco
Los hijos del médico de Franco desvelan a ABC el lado más íntimo del dictador
Vicente, María Jesús, Ave y Mayen narran a este diario los pormenores de la vida de su padre, Vicente Gil, galeno y confidente del jefe del Estado durante cuarenta años
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Iniciar sesiónLa jornada arrancó como de costumbre para el doctor Vicente Gil . El vallisoletano, al que la sinceridad le hacía lindar con la rudeza verbal en ocasiones, se embutió en su vetusto traje y en sus zapatos habituales -jamás le gustaron las prendas opulentas ... ni lucir caros ropajes- y puso camino a El Pardo . Era una mañana de 1973; para él, una como cualquiera otra. Al llegar halló a su paciente «inquieto, nervioso y triste». Más que por su profesión, lo que le permitió captar su estado de ánimo fueron los muchos años (casi una vida entera) que había pasado junto a él. La sabiduría del amigo, más que del galeno. Pronto se resolvió el misterio…
—Vicente, ¿sabes si ha llegado ya mi hija de ese safari?
—Pues creo que sí, mi General.
—¿No ha tenido tiempo para venir a verme todavía?
—Bueno, mi General, posiblemente no hayan tenido tiempo. Entre un viaje y otro disponían de un margen de muy pocas horas solo para descansar y recoger otro equipaje… Además, mi General, la relación con los hijos se hace siempre difícil. Es una vieja lección de vida.
Aquellas palabras, las de un amigo que llevaba junto a él desde la Guerra Civil , tranquilizaron en parte a Francisco Franco . Aunque no lo suficiente como para que contestara. El dictador paladeó, una vez más, la soledad del poder y se encerró en sí mismo. Gil salió del despacho, pero aguardó tras la puerta, conducta que había repetido hasta la extenuación durante las recurrentes entrevistas que se habían celebrado en su interior a lo largo de la Segunda Guerra Mundial . Con mal sabor de boca y «con el alma en vilo» (como explicó en sus memorias) buscó un «pretexto inocente» para volver a la estancia e intentar arrebatar una mueca de felicidad al Generalísimo.
—Mi General, se me había olvidado darle esto.
En sus manos llevaba el periódico «Pueblo» del día anterior abierto por la página en la que se publicaba la quiniela que ambos solían rellenar. La misma que el médico entregaba en un despacho de la calle Princesa de forma regular, semana a semana, firmada por Francisco Cofrán mientras pedía al destino que nadie se percatase de que el dictador había invertido las sílabas de su apellido. El plan salió a la perfección. Franco extendió la mano, recogió el diario y, enternecido por el gesto, esbozó una sucinta sonrisa que serenó al buen doctor.
—Gracias, muchas gracias, Vicente.
Gil pasó cuarenta años junto a Franco . Trató sus enfermedades, le acompañó en los momentos más tensos de su vida y, quizá lo más importante, le ofreció siempre su consejo. Por muy duro que fuera o por mucho que le molestara escucharlo. Era, como recuerda a ABC uno de sus hijos, Vicente (también médico), «la única persona, en una corte de aduladores, que se atrevía a decirle la verdad» . Poco le importaba que fuera sobre pesca, sobre cine (una de las grandes aficiones del galeno) o sobre política. Algo que no siempre gustaba al dictador. «Según contaba él mismo, Franco le echó, de palabra, varias veces de su lado reprochándole que se limitara a ser su médico y evitara sus comentarios relacionados con la política del momento».
Las también hijas de Vicente , María Jesús , Ave y Mayen coinciden en que su padre vivió para el militar. Apenas le veían por casa y, cuando estaba, se dedicaba a ampliar sus conocimientos con revistas de medicina, pues también pasaba consulta en la Seguridad Social. Por ello, todavía hoy, están convencidas de que el doctor, de ideología falangista, sufrió un verdadero mazazo cuando la familia Franco le apartó de sus funciones por diferencias con el marqués de Villaverde, Cristóbal Martínez-Bordiú . «Con el tiempo, y a través de un íntimo amigo de la familia, nos enteramos de que a Franco no solo se le ocultó la verdadera razón de su ausencia, sino que incluso no le contaron la verdad», explica a este diario la última.
Cuarenta años con Franco
Vicente Gil, nacido en Valladolid, conoció a Franco cuando este no era más que uno de los alumnos de la Academia Militar de Toledo . Por entonces, su familia mantenía lo que él denominó una relación «estrecha y cordial» con el futuro dictador. Su padre, además, era en aquel tiempo médico de los Polo, que residían en una finca cercana. Unos pilares de hormigón armado sobre los que se levantó su relación. Así recordó el doctor el que fue uno de sus primeros encuentros con el futuro jefe del Estado:
—Irrumpo con el triciclo de pedales en el despacho de mi padre y me encuentro con un señor que está sentado detrás de la mesa, con las piernas extendidas y leyendo un libro. Después le vería muchas veces en nuestra casa vestido con uniforme militar en el que destacaba una estrecha bocamanga. Al correr del tiempo […] supe que se llamaba Francisco Franco, […] que venía regularmente en el autobús de línea que partía de Oviedo y […] que alguna tarde merendaba con su novia en nuestra casa.
Gil creció de la mano del joven Franco y, en parte por su influencia, accedió con quince años a la Academia General Militar de Zaragoza . En ella, el del Ferrol jamás movió un hilo por él. «Mira Vicente, el que yo haga una indicación solo para ti supone que luego cada profesor haga lo que le dé la gana con sus paniaguados, y aquí no debe haber preferencias», le explicó en una ocasión. Al chico no le importó y continuó yendo a comer los domingos a su casa y llevándole bollos suizos a su hija, Carmencita , cada vez que iba de visita a Oviedo.
Pasaron los años y, tras el estallido de la Guerra Civi l, un Gil ya falangista confeso y jefe de una centuria fue invitado por Franco a servir dentro de su guardia personal. Con él estuvo en todos los frentes y, según dejó escrito, jamás le vio titubear. Así habría continuado de no haber sido por una herida que por poco le costó el brazo y que le hizo centrarse en la que fue su verdadera pasión: la medicina. Franco, por su parte, le nombró su doctor personal a finales de los años treinta. «Desde los 25 años hasta cumplidos los 62, la asistencia médica al hombre y al Caudillo, considerados como un servicio a mi Patria, llenaron mi vida, sin otras aspiraciones », confirmó en sus memorias.
Resumir cuarenta años de servicio en unas pobres líneas es una tarea imposible. Basta decir que Gil se trasladó a El Pardo en 1940 para prestar asistencia personal a Franco, así como a algunas instituciones de los alrededores. En principio su vida era sencilla. Disponía de un dormitorio sobrio en la parte baja del palacio y «hacía las comidas en el comedor de oficiales». Así, hasta que contrajo matrimonio con María Jesús Valdés (ya una gran actriz y futura Premio Nacional de Teatro , por cierto) y se trasladó a su propia vivienda, lejos de aquellos muros.
—Por la mañana hacía la visita médica al Caudillo, jugaba una partida de tenis con él y, como gozaba de buena salud, apenas necesitaba de cuidados complementarios. La Señora y la hija gozaban así mismo de magnífica salud, de manera que allí no tenía que atender, como médico, a otras personas.
Dura sinceridad
El doctor se convirtió aquellos años en el Pepito Grillo particular del dictador, como señala su hijo a este diario: «En una corte de aduladores, él era la única persona que se atrevía a decirle la verdad. Franco confiaba por eso en él. Ese trato, tan personal y tan diario, dio lugar a una relación más que de amistad. Lo normal es que se reconvenga directamente a quien te importa, cueste lo que cueste, y ese era nuestro padre, la persona que le decía la verdad, por muy incómoda y dura que fuese esta». Vicente recuerda que esa era la seña de identidad de su padre: la sinceridad, por muy dolorosa que resultara a sus familiares y amigos.
Ejemplos de aquella franqueza los hubo a decenas. Poco le importaba a Gil que el tema a tratar fuese la caza, la navegación o la política. Si algo le molestaba o creía que se podía mejorar, simple y llanamente, se lo decía a Franco. El 17 de octubre de 1972, después de haber pasado algunos días en cama y haberse reincorporado al servicio, no dudó en exponerle al militar la posibilidad de que sus ministros le estuviesen manipulando.
—Vicente, ¿has visto ayer a Kubala en televisión?
—Si, mi general.
—Magnífico, ¿verdad?
—No lo pude ver del todo porque tuve visitas en casa, de amigos que me creían en cama y que, al encontrarse en pie, se quedaron a charlar de la situación.
—¿Y qué decían?
—Que les preocupa. Son amigos lealtísimos a usted. Entre los comentarios que hicieron es que en la revista de los alféreces provisionales se censuran las cacerías a las que asiste usted y se opina que han sido la vergüenza de España; que sirvieron incluso para que algunos consiguieran llegar a ministros y a otros para hacer negocios non santos.
Lo cierto es que el blanco principal de las críticas de Gil siempre fueron los cargos oficiales, a los que consideraba unos aduladores y unos interesados. «Era consciente de la ineptitud y de los trapicheos de algunos políticos y de las injusticias que ello podría causar. Combatía verbalmente en pro de la justicia social», explica María Jesús. Mayen es de la misma opinión: «Siempre repetía que jamás podría ser político, de hecho, no era nada político. los idealistas no pueden ser políticos y mi padre lo era».
Ese mismo octubre, Gil reprochó a Franco haber entregado cargos de importancia a ministros con antecedentes de poca lealtad. Todo ello, mientras le recordaba que se sucedían por España protestas estudiantiles localizadas, aumentaba el paro y el escándalo de un médico que había estafado cinco millones de pesetas en Valencia desesperaba a la sociedad. «Usted, mi General, tiene que poner remedio a esto; no queda otra solución. Y la mejor es que largara a todos estos políticos ». Era habitual escucharle pronunciar unas sencillas, pero duras palabras: « Yo esto no se lo diría a mi suegro, pero a usted sí, porque tengo la obligación de decírselo ».
Momentos felices
Pero para toda cruz hay una cara. Como amigo, Gil disfrutó de buenas jornadas de caza y pesca con Franco. Aunque él prefería el boxeo (llegó a ser presidente de la Federación Española y de la Federación Europea de este deporte), sus hijos recuerdan que acompañaba sin refunfuñar al jefe del Estado. A ellos, aquello les impidió disfrutar de su padre. «Jamás tuvo vacaciones, por eso, en verano, siempre íbamos a La Coruña y a veces a San Sebastián, pero únicamente eran “ratos” los que podíamos disfrutar con él. Y cuando era temporada de caza y pesca tampoco estaba durante muchos fines de semana. A nuestro padre no le gustaba ni cazar ni pescar, pero estaba donde estuviera Franco», explica Vicente.
Como su médico personal, Gil debía seguir a Franco en todos sus desplazamientos a través de España. Y ello incluía las vacaciones que pasaba en el norte. Los hermanos todavía recuerdan, a pesar de lo jóvenes que eran, el trayecto del convoy desde la capital a través de media España. «Nos gustaba ver cómo saludaba la gente a Franco por todo el camino. No recordamos haber parado ni una vez en esos viajes hasta llegar a Galicia. Lo más gracioso es que, a esas comitivas, siempre las seguía nuestro padre en su propio coche». El doctor sabía que aquellos eran los momentos predilectos del dictador, que adoraba la vida rural, como le dejó claro en una ocasión, durante un Consejo de Ministros.
—Mi General, ¡qué bien estaríamos en un pueblo!
—¿En cuál?
—Seguro que usted preferiría uno de Galicia.
—No, Vicente, a mí me encantan todos los pueblos de España. Me gustaría vivir en cada uno de ellos, aunque sabes aquello de que Dios dejó un poco más de abono en Galicia.
A veces, recuerda Vicente a ABC, las aficiones de ambos se entrelazaban. En una ocasión su padre, que adoraba el cine y la fotografía, estaba grabando a Franco jugar al golf cuando inmortalizó un momento curioso. «En una de sus películas en Super 8 captó como una de las bolas entró por la ventana de una casa . En su día, entregamos algunas de esas películas a la Filmoteca Nacional ».
Mayen, por su parte, no se olvida de los breves encuentros con Franco antes de que subiera a su yate personal. «Nosotras solo lo recordamos al embarcar en el Azor en el Club Náutico de La Coruña , donde nos saludaba segundos antes de que una lancha rápida le trasladase al barco», señala. Y todos rememoran las veces en que subieron al navío. «Estuvimos en el Azor en alguna ocasión, pero cuando no había nadie. Únicamente el personal de marinería, que siempre tenía una magnífica relación con nuestro padre, pues era el médico de todos», añaden los hermanos.
El que más relación tuvo con Franco fue Vicente, que, de niño, habló con él en El Pardo varias veces. Aunque María Jesús no olvida como, «siendo muy pequeñita, di un beso a “ Kankinko Kanko ”, como yo le nombraba a esa edad, en el brazo herido por el arma de fuego que se le disparó. Y lo que más recuerdo del momento es la sonrisa de mi padre al hacerlo». Ave, por su parte, le llevó «un dibujo que le había pintado» a la «habitación del entonces Hospital Francisco Franco (hoy Gregorio Marañón ) en el año 1974». Debió ser de las pocas personas que le vio allí.
Un hombre íntegro
Pero si hay algo en lo que inciden los hermanos es en que su padre fue un hombre íntegro que se desvivió por sus amigos y pacientes. Un doctor sincero que «no dejó de ayudar a todos hasta el último día de su vida», según Vicente. «Fue una persona cuyos dos valores fundamentales fueron la lealtad y la honestidad. Jamás se aprovechó de su condición de médico del jefe del Estado y muchos le tacharon de ingenuo por esa razón», confirma Ave. Gil, insisten, siempre rechazó los regalos de gerifaltes que ansiaban acercarse de alguna forma a Franco a través de él. Desde pisos, hasta coches de alta gama. En una ocasión declinó un Mercedes .
—¿Qué le parece, mi General? Hay que ver qué osadía tiene la gente. Yo no puedo aceptar ese regalo por muy amigo que sea de los representantes de esa marca, ni ellos debieron ofrecérmelo por muy agradecidos que estén a las atenciones que haya podido tener con ellos, que no son nada extraordinarias.
La esposa de Franco, presente en la sala, fue la que respondió a Gil.
—Oye, Vicente, eso que dices es me parece una tontería y eres tonto si no lo aceptas. Un Mercedes es un buen coche y te vendría muy bien.
—Señora, hay cosas que me vendrían muy bien y que me parece deshonesto aceptar.
Los hermanos afirman que nunca obtuvieron beneficio alguno por el trabajo de Gil. Tan solo la desgracia de «no poder disfrutar de un padre como tal», pues «renunció a todo por el cuidado de Franco». «Jamás disfrutamos con él de unas vacaciones, fue una persona maravillosa pero su lealtad y su dedicación nos privaron de compartir muchos momentos con él», desvela Vicente. María Jesús es de la misma opinión: «Además de echar de menos mucho a mi padre en sus ausencias, a mí de pequeña no me perjudicó su trabajo, sino para quién trabajaba. Mi padre nos enseñó el respeto a la persona en su totalidad, y eso incluye su opción política».
Amargo final
Gil fue testigo del declive físico y mental del dictador. La edad no le perdonó. Al principio pudo paliar sus molestias con medicamentos y su cansancio con alguna que otra curiosa argucia. Una de ellas consistió en adaptar las patas de una silla de caza para que, al presenciar el desfile del 18 de julio, el público creyera que permanecía de pie, cuando en realidad estaba sentado.
Pero el 6 de julio de 1974 la situación se complicó cuando Franco amaneció con un edema en la pierna derecha . Ayudado por un comité médico, el doctor decretó entonces su ingreso en la planta F de la Ciudad Sanitaria Provincial Francisco Franco , habitación 609. El paciente se negó en principio a ser tratado fuera del palacio, pero, al final, aceptó.
—Haremos lo que tú digas, Vicente, pero esto va a ser una bomba política.
—Mi General, la bomba sería que usted la espichara.
Aquí comenzó la caída en desgracia de un Gil que mantuvo, en los siguientes meses, duros enfrentamientos con Cristóbal Martínez-Bordiú , marqués de Villaverde , médico y yerno de Franco. Lo que en principio fue una diferencia de criterios en el diagnóstico se tornó en una guerra abierta entre ambos. El doctor, en sus memorias, manifestó que siempre estuvo motivado por la preocupación hacia su paciente, mientras que su contrario tomó decisiones usando como puntales la egolatría y la imagen pública. Fuera como fuese, en los primeros días de agosto (con el jefe del Estado recién dado de alta) fue relevado de su cargo. De nada le valió pedir explicaciones. No se las dieron. Carmen, hija del dictador, solo le respondió lo siguiente:
—Adiós, Vicente. Ya reconsideraremos tu caso al regreso del verano.
«Fue el comienzo de su fin. La amargura se empezó a reflejar en su cara y no volvió a sonreír», explica Vicente. Ave señala que empezó a morir y que pasó meses esperando dos llamadas que nunca llegaron: la de la familia Franco para pedirle que regresara y la del nuevo médico de cabecera para solicitarle información del paciente. «Se hizo hasta un cable alargador de una longitud inmensa para tener acceso al teléfono permanentemente», añade. Al final obtuvo lo que deseaba en septiembre… «Le llamó la hija para decirle “que se tomara unas vacaciones”, cuando durante casi 40 años no había tenido ni un solo día de descanso», confirma María Jesús. A cambio de una vida de dedicación, Gil obtuvo solo un regalo que se negó a abrir: un televisor en color enviado desde El Pardo.
En palabras de Vicente, para su padre fue «muy duro no poder estar al lado de Franco» en la muerte. «No soportaba que pudieran estar prolongando artificialmente la vida de un anciano , que hubiera sufrimiento en un ser tan querido para él. Cuando murió la melancolía se apoderó de él de una forma definitiva». Fallecido el dictador, se desvaneció la relación con los Franco. «Desde julio de 1974 prácticamente no hubo más relación que un silencio lacerante. Se le ignoró a pesar del cariño y dedicación que había profesado a esa familia. Solo en el último momento antes de fallecer Franco, el Marqués de Villaverde manifestó cierto arrepentimiento permitiendo que Vicente Gil pudiera despedirse de su suegro», añade.
Los hermanos recuerdan hoy que, «aunque es duro reconocerlo como hijos», a partir de entonces «vivió porque no podía morir». Así pasó sus últimos años. «Otro gran amigo de los pocos que le quedaron, Valero Bermejo , le ofreció un puesto de médico en Enagás que él aceptó si entraba como el último médico y sin privilegios de ningún tipo. Y reingresó en su plaza de médico forense a la que tuvo que renunciar por estar al servicio de Franco. Nunca lo remontó. Su gran amigo, el Dr. Javier Rodríguez , vino a verle todos los días hasta el día en que nuestro padre murió», finalizan.
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