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Plutoneando

ESOS «astrónomos de la Tierra» -como rotulaba ayer ABC, con deliciosa sorna- que

ESOS «astrónomos de la Tierra» -como rotulaba ayer ABC, con deliciosa sorna- que han expulsado a Plutón del elenco planetario nos recuerdan a aquellos ateneístas con ladillas que decidieron someter a votación la existencia de Dios.

Gracias a que triunfó de chiripa el «sí», hoy subsisten las religiones; pues, si los ateneístas hubiesen decidido tachar a Dios del mapa celeste, ya se pueden imaginar que a estas horas iglesias, sinagogas y mezquitas se habrían «museizado», como los cachondos de la Esquerra exigen que se haga con las cárceles y comisarías del franquismo. Menos pretenciosos que los ateneístas, los «astrónomos de la Tierra» han decidido por sus santos cojones apearle el tratamiento de planeta a Plutón, ingresándolo en otra categoría chusca e infamante, la de los «planetas enanos»; que es como si a alguien le pones el don por delante y a continuación lo designas con un diminutivo, don Jaimito o don Suso (*). Al parecer, Plutón no alcanza las medidas exigibles a un planeta como Dios manda; criterio que, amén de confuso, marca un precedente peligroso: como nos pongamos a usar la vara de medir, mañana mismo podríamos declarar que tal o cual miembro es en realidad un apéndice, que tal o cual apéndice es en realidad una verruga, que tal o cual gobernante es en realidad un zascandil, y así sucesivamente.

Jopé con los astrónomos. Si estos matan el rato con votaciones tan patidifusas y estupefacientes, ¿qué podremos esperar de los astrólogos, que siempre han sido considerados sus primos tarambanas, o enanos? Uno desea que la Unión Astrológica Internacional evacue un comunicado alternativo, rehabilitando al degradado Plutón, que siempre había sido un astro muy influyente en los horóscopos. Pero lo que de verdad nos fascina de esta controversia tan peregrina es que se haya resuelto mediante votación. En nuestra época, las cosas no son verdaderas o falsas, buenas o malas, justas o injustas; en realidad, las cosas ni siquiera son, mientras no se monte una votación que así lo establezca. Diógenes Laercio aseveraba que la verdad no existe; en vista de lo cual sentenció: «Abstengámonos de pronunciarnos sobre la verdad». Pero nuestra época, menos humilde, ha querido someter la verdad a la tiranía de las mayorías. ¿Dice usted que Plutón es un planeta? Pues espérese un poco, que meto aquí una urnita y lo decidimos en un periquete. ¿Que los saltamontes no son mamíferos? Bueno, eso será si el vecino del quinto piensa lo mismo que usted; porque, de lo contrario, ya somos dos contra uno. ¿Que la ley establece que las organizaciones terroristas no pueden ejercer actividades políticas? Depende de quien controle el Parlamento. ¿Que experimentar con embriones atenta contra el derecho a la vida? ¿Que el diccionario define el matrimonio como la «unión de hombre y mujer»? ¿Y eso qué, si la «voluntad democrática de la mayoría» establece lo contrario? La verdad ha dejado de existir; pero nosotros, además, como somos más chulos que Diógenes Laercio, decidimos mediante votación cuál es la verdad que en cada momento conviene; por supuesto, si la realidad nos desmiente, es un problema de la realidad, no nuestro. A este fenómeno, tan desquiciadamente democrático, lo llamaremos desde hoy «plutonear».

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Nota bene: Mientras escribo este artículo, me llama un amigo sofocado de la risa, invitándome a visitar cierto website o contenedor de infundios donde no entendieron el sarcasmo de mi reciente artículo «Carta indignadísima al director» y, en plena borrachera de anisete, «destapan» rocambolescas y delirantes pugnas a propósito del mismo en el seno de la Redacción de ABC. Para que las tres o cuatro lectoras que todavía me soportan se hagan una idea de la fiabilidad del citado contenedor, diremos que es el mismo que me llamó, dos minutos después de que me fuera concedido el Premio Mariano de Cavia, preguntándome si era verdad, como se rumoreaba, que ABC iba a prescindir de mi colaboración.

Cráneos privilegiados, que diría Max Estrella.

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