Elogio de la moderación
| LA TERCERA DE ABC |
... En unos tiempos en los que escasea el agua fresca procedente de la noria de los idearios, más nos vale explorar horizontes de futuro subidos sobre los hombros de los que nos precedieron, sean o no gigantes...
IMAGINEMOS un conciudadano que, ignorante durante los últimos años del discurrir de nuestra vida pública, se reencuentra de pronto con la realidad política española. Comprobaría, en primer lugar, que persisten los dos problemas más incómodos de nuestra democracia. Se percataría además de que hay un clima político enconado. Por último, llamaría su atención la presencia de unos gobernantes nuevos que no preveía. Pues bien, si me lo preguntara, trataría de explicarle la nueva situación de la manera que sigue.
1.- No faltan en la opinión pública calificativos con que subrayar la gravedad de problemas como la cuestión nacional y la violencia terrorista. A mi parecer, del primero de ellos sobresale ante todo su natural endémico y enrevesado. Llevamos siglos dando vueltas a los temas de identidad como si fuera un destino. Casi siempre cualquier propuesta de solución a ese rompecabezas, por razonable que puede parecer, se entrecruza con otros asuntos y se vuelve a la postre un arreglo coyuntural, tornadizo e inestable. Pero lo más fastidioso es que el problema del terrorismo etnicista, la más dolorosa e incivil de nuestras circunstancias adversas, está emparentado con el embrollo nacional/nacionalista en su vertiente vasca, lo cual acaba corrompiendo cualquier salida a una y otra cuestión. Para mi sorpresa, pocas veces se señala que ambos problemas son intratables desde una perspectiva democrática. Y por la sencilla razón de que un régimen democrático los suele dar por resueltos. De una parte, el funcionamiento normal y estable de éste presupone la existencia de una comunidad política de referencia, es decir, necesita la base de un territorio fijo y un demos previamente definidos. De otra, no se conciben ni estado de derecho ni democracia allí donde la violencia interviene como recurso ventajista en la competencia política. He ahí el talón de Aquiles de la democracia en España.
Por eso, problemas tan primordiales, prepolíticos hasta cierto punto pero no por ello menos enquistados, requieren un tratamiento que cultive la moderación y huya de los extremos, evitando así un desenlace que empeore la situación de partida. Corresponde, sobre todo, a los partidos estatales con vocación de gobierno afrontar conjuntamente retos de esta naturaleza. Lamentablemente la unanimidad en torno a estas cuestiones resulta hoy alarde retórico o quimera. Tampoco ninguna mayoría alternativa puede reemplazar de modo sólido los acuerdos básicos entre los partidos mayoritarios. Pero si los agravios del presente o bien los del pasado agotan un elemental depósito de confianza mutua y los hábitos mínimos de cooperación entre esos agentes principales del sistema, es entonces cuando peligra la estabilidad de los consensos constituyentes. He ahí para los actuales dirigentes del PSOE y el PP una oportunidad de acrisolar su compromiso con el Estado y el régimen que han heredado. Como corrobora la experiencia, cualquiera de ellos que en estas cuestiones ceda a la tentación del oportunismo, el rédito a corto plazo o los atajos indebidos, terminará pagándolo.
2.- En relación con el tan mentado clima de tensión, lo preocupante no es la bronca sino el rencor que denota. Estimulado y amplificado por una opinión pública cada vez más dividida y en peligro de convertirse en fanática, el rencor no se circunscribe al ámbito de la contienda estrictamente política sino que amenaza con contagiar otras esferas de la sociedad. Ahora bien, la actual crispación no se explica simplemente por las circunstancias trágicas y singulares que rodearon las últimas elecciones generales. Sus raíces hay que rastrearlas en las condiciones que contribuyeron en su día a producir la alternancia de González por Aznar. El gobierno de entonces experimentó su vulnerabilidad como el resultado de una interferencia externa que se proponía alterar los procesos de decisión en el ámbito de la contienda política. El concierto de distintos poderes y la eficacia de sus terminales mediáticas lograron, a juicio de los dirigentes socialistas de la época, neutralizarles como competidores frente al PP y ante una opinión pública martilleada a diario con la imagen de unos gobernantes desacreditados moralmente y sospechosos desde el punto de vista penal.
Ahí se resquebrajó ya muy seriamente esa confianza elemental entre los agentes del juego político, en virtud de la cual el contendiente es considerado adversario a ganar y no enemigo a destruir por cualquier medio. Lo curioso es que, mutatis mutandis, los ganadores de entonces han achacado su derrota electoral del año pasado también a una suma de interferencias externas y sobrecarga mediática destinadas a la postre a conseguir su aislamiento. Cada cual puede calibrar tales juicios como pertinentes en un caso y delirantes en otro. Pero lo cierto es que la crispación no se desactivará mientras los protagonistas de la vida política y creadores de opinión afines interioricen y se representen de este modo las causas de su infortunio.
Poco ayuda a moderar este clima la sobreactuación mediática a la que casi de modo insuperable la democracia de hoy está abocada. Los conglomerados mediáticos se han convertido en componentes cruciales, cuando no incluso en parte, de la propia competición política. Gozan de influencia decisiva en la conformación de la agenda. Constituyen el vehículo más eficaz para transformar en ley intereses corporativos y, claro está, en primer lugar los suyos. De otro lado, el lenguaje y hechuras de ese universo mediático se apoderan de tal modo de la comunicación política que ésta parece pura publicidad, tornándose por ello efectista y simplona. En este contexto, quien no se sienta ni forofo ni moralista de lo obvio se encuentra descolocado. Malos tiempos, pues, para la celebrada democracia deliberativa que se distingue precisamente por la imparcialidad y las buenas razones.
3.- Sorprendía, por último, a nuestro imaginario conciudadano el que la responsabilidad de gobernar esta situación hubiera correspondido a unos protagonistas imprevistos e inéditos. Imprevistos porque los atentados precipitaron una alternancia; aunque también es verdad que ésta se decantó por los factores de siempre, a saber, errores del gobernante y aciertos del aspirante. Inéditos porque su triunfo en el seno del PSOE no resultaba de una ejecutoria determinante en la catarsis interna, sino que, más bien, se debió a que el partido había decidido salir, al fin, del atasco de la circulación de sus élites por la vía de la renovación generacional. Por supuesto, el corte generacional ni es un criterio de relevancia ético-política ni hace por sí mismo razonables las expectativas creadas. Pero, por lo que ya se ha visto, los nuevos gobernantes están dispuestos a convertir su explicable optimismo en una oportunidad de afrontar a su manera los problemas de siempre. Por lo pronto ya han sorteado un obstáculo que parecía engorroso: ¿qué hacer con dos generaciones de políticos cesantes -los de la era de Felipe y la de Aznar- expuestos al «virus de la nostalgia», cuando no al resentimiento? Básicamente ningunearlos, tal como sentenciaba castizamente uno de los afectados. Nada nuevo, por otra parte, entre nosotros. Desde los tiempos de la transición todo cambio ha conllevado la jubilación anticipada de los que lo precedieron o lo anticiparon. Así pues, a los veteranos de nuestra democracia, amortizados ya como competidores, les queda, y no es poco, administrar el patrimonio de su memoria y, sin duda, el orgullo de haber contribuido a consolidar un régimen valioso en derechos y libertades, en reconocimiento internacional y en progreso social.
En cualquier caso, bueno será que los gobernantes de ahora en su inequívoca disposición a innovar tomen ciertas cautelas y no echen en saco rato algunas de las lecciones de siempre. Porque ¿cómo se innova? Desde luego, no rondando en torno a truismos y lugares comunes. Tampoco atendiendo la sugerencia de quienes de modo insensato jalean «soluciones imaginativas», como si en política el deseo o la ensoñación pudiera anticipar lo que las condiciones reales no permiten o prohíben expresamente. La estación término de la «imaginación al poder» suele ser el autocumplimiento de esa visión sombría de la política según la cual ésta resuelve poco pero puede empeorar muchas cosas. En unos tiempos en los que escasea el agua fresca procedente de la noria de los idearios, más nos vale explorar horizontes de futuro subidos sobre los hombros de los que nos precedieron, sean o no gigantes. Asimismo, la voluntad de progreso logra cumplirse corrigiendo errores de los anteriores, evaluando con rigor sus políticas y calibrando seriamente los rendimientos de su acción. Avanzamos por lo que alcanzamos a remediar y por lo que rectificamos. Pero para ello hay que atreverse a saber y a indagar el pasado con solvencia y sin intención de manipularlo.
No sé si he logrado satisfacer del todo la curiosidad de nuestro imaginario conciudadano. Y aunque tampoco he pretendido salvar mi alma explicándome, al menos ha quedado algo más sosegada.
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