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Editorial

Intervención sin precedentes

El Gobierno prohíbe al BBVA fusionarse con el Sabadell si su opa sale adelante, lo que mutila el sentido de la operación y desautoriza a las autoridades de competencia

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La decisión del Gobierno de Sánchez de poner nuevas condiciones a la oferta pública de adquisición lanzada por el BBVA sobre el Sabadell marca un antes y un después en la historia de la intervención política en operaciones empresariales en España. El Ejecutivo ha decidido que, aunque los accionistas del Sabadell podrán aceptar la oferta, el BBVA no podrá fusionar ambas entidades durante tres años –prorrogables hasta cinco– ni podrá aplicar sinergias, es decir, cerrar oficinas o reducir plantilla. En la práctica, la operación pierde gran parte de su sentido económico y el comprador está estudiando si sigue adelante con ella, si la suspende o si acude a los tribunales españoles o europeos para impugnar estas condiciones.

La gravedad de esta decisión no puede minimizarse: el Gobierno no solo atropella la autonomía empresarial de dos entidades privadas que cotizan en bolsa y están sometidas a la regulación y la supervisión pertinentes. Lo hace además ninguneando a la Comisión Nacional de los Mercados y la Competencia (CNMC), que había autorizado la fusión con condiciones bastante severas para evitar efectos negativos. Es también la primera vez que un Gobierno impone condiciones más duras que las previstas por el organismo regulador, a pesar de que un informe del propio Consejo de Estado advertía de que el Ejecutivo puede suavizarlas pero no endurecerlas. Por último, el Ejecutivo ha forzado el espíritu de la ley que le permite intervenir en esta fase.

La maniobra, revestida de un supuesto interés general, representa una quiebra de la seguridad jurídica y envía un mensaje peligroso a los inversores: en España, el interés político del momento puede colocarse por encima de las reglas del juego. Y el momento político es el de un presidente acosado por una grave crisis de corrupción en su partido, que busca desesperadamente desviar la atención y aferrarse al poder a toda costa. No es casual que esta decisión coincida con el desafío de Sánchez al objetivo de gasto militar propuesto por la OTAN, ni con sus constantes gestos hacia sus socios separatistas. Con esta operación, Sánchez blinda al PSC de Illa –férreamente opuesto a la absorción del Sabadell por el BBVA– y da oxígeno al Gobierno catalán, que también rechazaba la fusión. Una vez más, la política de bloques del sanchismo sacrifica instituciones, principios y estabilidad en beneficio de un cálculo político inmediato.

La Comisión Europea ya ha advertido que no tolerará restricciones injustificadas al mercado único. Si la intervención española acaba en los tribunales de la UE, como parece probable, el coste reputacional para España será elevado y no menor el daño a su credibilidad como destino de inversión. El Gobierno abre un conflicto innecesario con Bruselas por razones partidistas. Tampoco se puede ignorar la dimensión empresarial de esta barrera gubernamental. Al privar al BBVA de la posibilidad de integrar al Sabadell, aplicar economías de escala y reorganizar su red, se destruye el sentido económico de la opa. Se trata de una injerencia política con motivaciones ajenas a la racionalidad económica. El BBVA tendrá que evaluar si sigue adelante con una operación que aparentemente ha sido vaciada de contenido.

Con este precedente, toda empresa puede preguntarse qué otra operación puede caer víctima del capricho gubernamental. ¿Se convertirán la CNMC y el resto de los reguladores independientes en un florero y las decisiones económicas en rehenes de las urgencias parlamentarias de Sánchez? El intervencionismo en este Gobierno ya es una práctica consolidada. Lo preocupante es que, para cuando el Parlamento, la Comisión Europea o los tribunales lo frenen, el daño institucional ya estará hecho.

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