MARICAS EN EL MANICOMIO
RAMÓN Gómez de la Serna -cuyas greguerías me están refrescando la canícula- incluyó en su libro Muestrario (1918) una diatriba titulada «Los maricas» en la que, tras declararse «transigente» con ellos, se despachaba con lindezas como las que siguen: «La mariconería me parece ante todo una imbecilidad sexual, hija de una psicología detestable. Como los locos, debían estar en un manicomio, pero más aflictivo que el de los locos, porque en el defecto de los locos no hay responsabilidad y ensañamiento». Y así durante seis páginas de vituperios, con algunos pasajes especialmente virulentos: «Insoportables son todos los maricas, pero los peores son los que tienen algo que ver con el espíritu. Trastornan los móviles del arte, todas sus cosas son imitaciones, contraimitaciones, paráfrasis de la Biblia y de las historias orientales , glosas a los cuadros, divagaciones sobre la música que tanto tienta y solaza a los maricas, a los que se les hincha el trasportín oyéndola. El pobre amateur o el pobre tonto o el que se deja seducir como un perrito, va tras ellos, oliéndoles, en cuatro patas, rabicorto y ya con el rabillo haciendo el signo genérico. Hasta los pobres críticos se dejan engañar, tienen miedo de que aquello sea arte y hacen, frente a sus obras, un preámbulo cortés a sus críticas». Menos mal que Ramón no se deja arrastrar por la intransigencia; de lo contrario, habría concluido su diatriba solicitando la castración del gremio.
La consideración de la homosexualidad ha variado mucho desde entonces. Ni siquiera un lector avezado puede asomarse a estas páginas de Ramón sin experimentar un cierto malestar; lo que antaño hubiese causado regocijo hoy despierta repeluznos. Y es que lo que para los contemporáneos de Ramón era vicio nefando que la psiquiatría debía estudiar y la ley reprimir se ha convertido hoy en conducta sexual o afectiva que la mayoría social tolera y, en algunos casos, contempla con simpatía. Prueba de esta aceptación es la innegable influencia o magnetismo que el «estilo de vida gay» ejerce sobre las modas y usos de nuestro tiempo; es posible que en dicha aceptación subyazca cierto fondo de hipocresía o political correctness, pero la deificación de ciertos iconos andróginos -el futbolista Beckham, sin ir más lejos- sólo es explicable en una sociedad que ha superado los modelos sexuales nítidamente diferenciados. Nadie podrá negar esta evidencia: la homosexualidad, que ya no se reputa delictiva ni siquiera morbosa, se ha convertido en una realidad cotidiana.
Y cuando determinada conducta abandona las mazmorras de la clandestinidad para mostrar en público y sin rebozo sus credenciales, el Derecho no puede permanecer ajeno. El «matrimonio homosexual» puede antojársenos un disparate lingüístico, moral o jurídico; pero no es menos disparatado pretender que las relaciones homosexuales permanezcan en el limbo de la alegalidad. Si los homosexuales han dejado de ser proscritos, es legítimo que reclamen algún tipo de reconocimiento legal a sus relaciones. La misión fundamental del Derecho consiste en proporcionar seguridad a quienes se hallan bajo su imperio. Los homosexuales -como los heterosexuales- pueden sustraerse a ese imperio amancebándose; pero es justo que, si desean legalizar su relación, dispongan de una institución jurídica diferenciada del matrimonio que, con sus obligaciones y sus ventajas, los ampare. Mantenerlos en la alegalidad es, a estas alturas, un ejercicio de hipocresía insostenible. Si en verdad pensamos que el sitio natural de los homosexuales no es el manicomio, tendremos que prestarles el cobijo del Derecho, mejor temprano que tarde. Condenarlos a la intemperie legal equivale a encerrarlos en un manicomio mucho más aflictivo.
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