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El claro

En un claro de la selva amazónica, en pleno Estado de Pará, jugaba al fútbol un grupo de niños indios. Brasil verde e impenetrable. Los yamomamis no son altos, y tienen las piernas arqueadas. En una esquina del claro, los adultos descansaban sobre sus hamacas sin hacer puñetero caso al gran acontecimiento deportivo. Ignoro cómo habrían llegado hasta allí, pero los niños que jugaban al fútbol lo hacían con camisetas de marca. De cintura para abajo, desnudos, con los «butragueños» de un lado al otro. Había seis o siete con la camiseta de la selección de Brasil, dos con la del Vasco de Gama, uno con la del Boca Juniors y otro con la del Real Madrid. La del Real Madrid llevaba el número «nueve» y corrían los tiempos de Hugo Sánchez. El balón estaba hecho de hierbajos prensados y cubierto por trapos perfectamente cosidos. Lo pateaban descalzos y engañaba su resistencia. No contaban los goles y los porteros abandonaban su lugar cuando se les antojaba. Pura y selvática anarquía, fútbol bajo el vuelo de los tucanes y con algún mono de espectador, pero no con aspecto de entendido. El mono no demostraba ninguna preferencia, entre otras razones, porque era muy complicado saber a qué bando pertenecían los contendientes. Uno de los inditos, que jugaba en dirección al río, harto de la poca puntería de sus compañeros, le metió un gol a su propio portero y se cambió de equipo. El mono, ni pestañeó. Libertad absoluta y ningún sentido de la disciplina. Los espectadores, que éramos el mono, Miguel de la Quadra-Salcedo, el escritor Baltasar Porcel y -como se lee en las instancias-, el abajo firmante, fuimos poco a poco perdiendo el interés por un partido de fútbol sin resultados, sin árbitro, sin equipos definidos, sin porteros fijos y casi, casi, sin balón. Pero allí había talento.

En las grandes ciudades brasileñas, los niños juegan al fútbol en los descampados de los suburbios, en empinados campos rodeados de «favelas», en las playas y en los parques. Alguno lleva en sus venas algo de sangre yamomami, pero son los negros y los blancos los que destacan. Blancos con generaciones de ritmo en su cuerpo, y negros que parecen nacidos haciendo un regate. Contra eso no se puede competir. Sucede que esos niños de las ciudades juegan al fútbol con reglas y equipos, y siempre hay un adulto que se presta a hacer de árbitro, y los balones que acarician con sus pies son de cuero, pero la anarquía y libertad de sus movimientos no se alejan demasiado del desbarajuste y desorden de sus hermanos de la selva. Y juegan al fútbol bailando, cambiando el ritmo, divirtiéndose, intentando malabarismos y sonriendo. El fútbol brasileño es probablemente el mejor del mundo, pero sin duda, el más libre, espectacular y divertido de todos cuantos se practican. También en Argentina sucede algo parecido, pero allí no tienen la piel morena de los prodigios.

De cuando en cuando, la indisciplina se paga. Entonces, Brasil pierde. Pero no es habitual. Ahora se ha proclamado por quinta vez campeones del mundo. Lo han hecho frente al equipo más disciplinado, mecánico y fuerte de Europa. Todo precisión, envergadura, resistencia física, potencia y orden. Pero ni un sólo gramo de talento. Motores contra tucanes, percherones contra jaguares, fábricas contra olas libres. Y lo que tenía que pasar, pasó. Que el mejor motor falló de repente y el talento individual se lo hizo pagar claro. Que otro segundo de improvisación demostró a la gran maquinaria que nada puede hacer contra la imaginación soñada. Que unas piernas arqueadas y unos cuerpos mal alimentados en sus infancias se ríen de las ricas y estrictas vitaminas del desarrollo. Que el fútbol puede ser arte cuando nace entre monos, tucanes, caobos y cafetales.

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