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Charlene, la Princesa que desaparece

es una princesa distinta y traspapelada, que no es la alegría de la huerta de Mónaco, precisamente. Ni de Mónaco ni de ningún sitio

Charlene y Alberto junto a sus dos hijos mellizos Gtres
Ángel Antonio Herrera

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Lunes

Charlene de Mónaco es una princesa distinta y traspapelada, que no es la alegría de la huerta de Mónaco, precisamente. Ni de Mónaco ni de ningún sitio. Con ella, las noticias son tirando a tristonas. La última es que reside en Sudáfrica, porque ahí convalece de una operación. Le pilló allí un mal, en la garganta, en el mes de mayo, y allí sigue. ... Entretanto, su marido, Alberto , y los críos, esperan en Mónaco. A Charlene y Alberto les suelen dar por ahí poco futuro juntos, pero ya dijo un actor que el único modo de lograr un matrimonio longevo es no dirigirse la palabra. Así llevamos media vida. O más. A veces Charlene falla en el Baile de la Rosa, y es la ausente más presente, un poco como ahora. A Charlene le gusta desaparecer. A veces, van Alberto y ella a un cóctel, y Charlene viste como si en la pareja fuera el chico. Tuvieron mellizos, lo que no deja de ser un exotismo más en esta pareja de mucho exotismo, así en general. A Charlene le ha tocado funcionar de Grace Kelly , pero a su manera, una Grace Kelly menor, con biografía de nadadora, pero al fin y al cabo una princesa dorada, apacible y enigmática que retiró al cincuentón Alberto del lío de la soltería. Esta historia de amor consta de titubeos iniciales, noviazgo de seis años, y hasta una espantá de vísperas que no llegó a existir, si atendemos las declaraciones oficiales al respecto. Hubo boda show, y luego la descendencia. Alguna prensa arriesgó que Charlene llegó a repensarse el «sí, quiero», días antes del gran día definitivo. Quién sabe. Uno arriesgaría que acaso Charlene tuvo tentaciones de «novia a la fuga», si es que esas tentaciones se dieron, bajo añoranzas de su propio pasado, porque ella era mujer de pensar desde un bañador de récord, y no desde fastuosos trapos de cócteles de palacio. Era el deporte su obsesión, y no el protocolo. Soñaba más bien la meta de nadadora, y no un picnic de marquesas. El entró a la boda cuando ya tenía dos hijos de su mucho trotar por ahí, una chavala casi veinteañera, hija de camarera estadounidense, y un crío de seis años, fruto de una relación con una exazafata francesa. Se ve que al Príncipe le iba el trato con el pueblo. Hasta que llegó Charlene, con futuro doble de mamá y pasado melancólico de sirena de piscina. Volverá a Mónaco, que es y no es su sitio.

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