RUIDO BLANCO
La cabina
El cine le debe un homenaje a la cabina. Uno honorífico y póstumo
Homenaje a la cabina telefónica instalado en Madrid, obra del escultor vallisoletano Juan Villa
Nuestras cabinas telefónicas no son como las de Londres, rojas y elegantes. Deseadas por los turistas y queridas por los británicos. Tan símbolo de una ciudad que no han perdido su atractivo a pesar de que allí también resulten inútiles. Tan imprescindibles en sus calles ... que se han reconvertido en pequeños invernaderos, minúsculas bibliotecas y su versión de bolsillo sigue vendiéndose en las tiendas de recuerdos. Tan cúspide del diseño patrio como los toros de Osborne en nuestros horizontes ocres de carreteras interminables. Aquí las cabinas han sido populares como una papelera, mero mobiliario urbano lienzo de graffitis que se renueva o retira sin que los vecinos se den cuenta. Las pocas que nos quedan, estériles y abandonadas, aguantan en las esquinas de las plazas como vagabundos maltratados por un presente que no les pertenece. Esta lenta agonía de las cabinas telefónicas (muchas incluso huérfanas de teléfono) debería sin embargo despertarnos ternura.
Son el icono tecnológico de la cultura pop, de más de cincuenta años a caballo entre dos siglos. Vestuario de Superman, estaciones para salir de Matrix, puertas para viajar en el tiempo, enlace con secuestradores, psicópatas y Simon en la Jungla de Cristal. El cine le debe un homenaje a la cabina. Uno honorífico y póstumo. Aquel medio metro cuadrado fue tantas veces refugio como punto de fuga. Qué hubiera sido de Tippi Hedren sin guarecerse de los pájaros en una cabina. Todos temblamos cada vez que cerrábamos aquellas torpes puertas de fuelle temiendo acabar encerrados y sobre una grúa como José Luis López Vázquez.
La cabina era el único contacto con el hogar cuando viajaba de adolescente. Echaba las monedas justas para que pitara enseguida por falta de saldo y solo diera tiempo a decir que estábamos bien antes de volver a cortar ese cordón umbilical con el hogar empeñado en atarnos a la infancia. En las cabinas se daban besos y se decía te quiero a cobro revertido. Para marcar había que saberse la vida de memoria. A las últimas cabinas olvidadas, dicen que las retirarán este año, les miran de reojo los quioscos de periódicos.