A la contra
Ser de los nuestros
La victoria de la Selección (masculina de fútbol) demuestra dos cosas: que tal vez el deporte es el último reducto donde es posible la reconciliación y que el ciudadano sigue teniendo la última palabra
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Carvajal, durante la celebración de la Eurocopa de la Selección Española en Madrid el pasado lunes
Ganó la Selección Española de fútbol su cuarta copa de Europa y la celebración fue, como gustan decir los modernos, transversal y horizontal: todo el mundo estaba feliz, hermanado en la alegría, y no dudaba en demostrarlo. Ni rastro de discrepancias identitarias, de polarización ... ideológica, de diferencias irreconciliables (al menos no en la calle, otra cosa es la jauría mediática en redes). De Mañón a Pinar del Hierro, de Mahón a Cabo Touriñán. Una España, roja y gualda, celebrando la victoria de los suyos. De los de todos.
Pese a estériles intentos de algunos por instrumentalizar (unos) y despreciar (otros) algo que no era más que el lógico apoyo a un equipo que sentimos nuestro y la consecuente euforia ante su triunfo. La felicidad popular ha prevalecido, demostrando dos cosas en estos tiempos líquidos: que es tal vez el deporte el último reducto donde es posible la reconciliación y que el ciudadano sigue teniendo la última palabra.
No todo es ferozmente político y no todo es furiosamente ideológico
La primera de ellas, el deporte como espacio último de consenso, hace inevitable la comparación con otros ámbitos culturales. ¿Por qué parece imposible hoy disfrutar de un libro o una película sin que alguien, antes, lo haya pasado por el rebozado de la moralidad y la pátina brilli-brilli de la justicia social? ¿No hay manera de mantener las zarpas de los poderes fuera? No parece casual que donde más difícil les resulte hacerlo sea, precisamente, en el deporte, donde los resultados dependen únicamente del talento, el esfuerzo y el mérito.
¿Se imaginan una Selección Española ecofeminista, transversal y paritaria por imposición política? ¿Imaginan un seleccionador más preocupado por la ideología, la orientación sexual o los orígenes raciales de sus jugadores que por su valía y destreza en el campo? ¿Sacando a jugar a todos para que nadie se traumatice ni se frustre (la salud mental) y explicándoles en el vestuario que lo importante es participar y que salgan ahí fuera a divertirse? No habría celebraciones polémicas, porque no habría nada que celebrar: estaríamos eliminados en el primer entrenamiento.
Y puede que sea ese precisamente el hueso con el que topa el buenismo institucional: no es lo mismo la igualdad de oportunidades que la igualdad de resultados. Y el progresismo, demasiado a menudo, confunde ambos sintagmas, tratando de convencernos, no de que todos tenemos derecho a poder jugar a fútbol si queremos, sino de que todos tenemos derecho a ser Messi (y a cobrar como él).
La segunda es especialmente esperanzadora: frente a injerencias ideológicas y políticas, a la aspiración de control del relato y, con ello, de la realidad última, el ciudadano tiene capacidad de resistencia. Y este brote eufórico de orgullo nacional, este sentimiento de pertenencia espontáneo e irreprimible ante la victoria y el símbolo, lo demuestra. Las medidas DEI abatidas en su propio campo: el de la emotividad. Parece que no contemplaban que el desapego de la realidad objetiva, sentimiento mediante, opera en doble sentido.
Instrumentalizarlo en propio beneficio funciona siempre que el de enfrente no cuente con las mismas herramientas. Pero cuando un grupo de esforzados chavales con un objetivo común y al abrigo de una bandera es capaz de que todo un país, polarizado en extremo, sienta suya la enseña y se una en rito (los colores, los cánticos, las danzas), es que ahí hay una grieta. Una por la que entra la luz: hay un lugar libre de hipermoralización. Uno que no es permeable, pese a que intentos no faltan (a las reacciones ante un saludo no lo suficientemente efusivo y servil me remito). El tribalismo ideológico ha encontrado resistencia.
Amenaza a la convivencia
Y si la ha encontrado ahí, la puede encontrar en otros campos. Somos capaces de impermeabilizarnos frente a la injerencia constante de los prescriptores de la corrección moral, actores de esta tramoya y no solo meros espectadores. Deberíamos sentirnos interpelados ante la amenaza a la convivencia (pacífica y respetuosa) y reivindicar (y defender) los espacios de civilizada discrepancia. No todo es ferozmente político y no todo es furiosamente ideológico. Aunque se esfuercen por convencernos de que lo es hasta el menú del día o el código postal, los gustos musicales o el número (o ausencia) de hijos.
Pero no deja de ser curioso, casi una paradoja, que donde se vea cuestionado el moralismo exacerbado sea, precisamente, donde se articula el mismo mecanismo, donde se combate con las mismas armas. Decía Jonathan Haidt que «la moralidad une y ciega. Nos une en equipos ideológicos que luchan entre sí como si el destino del mundo dependiera de que nuestro lado gane la batalla». Y ha sido precisamente un equipo, este deportivo, el que nos ha unido frente a lo que nos ciega que —apuntaba Haidt— es «al hecho de que cada equipo está compuesto por buenas personas que tienen algo importante que decir».