Portillo Valdés explora la verdadera emancipación de España

Las palabras de Capmany transmiten mucho más que una voluntad de resistencia, pues identifican un legado de pertenencia, vinculada a la estructura política de la monarquía católica hispana, como recuerda José María Portillo Valdés en esta magistral monografía, resumen de una vida de investigación y debate universitario. El estilo narrativo, el registro de los problemas abordados, la riqueza de la historiografía utilizada, resultan admirables. El asunto lo exigía. En la historiografía nacional anterior, en ambas orillas del Atlántico, se solían obviar los problemas fundamentales aquí tratados.

Dos indicios convivían para mostrar un desajuste centenario en la interpretación de la crisis hispánica, que duró desde 1808 hasta 1824, disolvió el imperio español y llamó a la existencia imperios y repúblicas. En América, existe todavía la falacia binaria de contar la «independencia de España», como si fuera el alumbramiento de una «pobrecita» nación criolla sojuzgada. En España, la España europea se decía entonces, se apeló a la denominación (muy posterior) de «guerra de independencia», para disimular el tránsito complejo «de imperio a nación».

Portillo Valdés explica muy bien de dónde veníamos y, por tanto, hacia dónde fuimos. Nación y Estado fueron alumbrados en un escenario de crisis y transformación imperial, en ambas orillas del Atlántico hispano. Lo que había antes y duró hasta 1808, fue una monarquía compuesta por el rey y los pueblos, a los que se añadieron aquí y allá corporaciones y ciudades. De lo que se emancipó la nación española, en la constitución de Cádiz de 1812, fue de la potestad real que, por cierto, siempre conoció —o padeció— en los reinos peninsulares e indianos limitaciones de todo tipo.

La idea de emancipación, central en los ocho capítulos del volumen, surgió en el peor momento posible, para aportar la mejor solución posible. Un tránsito desde la realidad corporativa y «desbalanceada» (usamos un precioso término del español americano), hacia una nación que, tanto si se quería como si no, tocaba poner en marcha, pues el imperio había desaparecido.

Recuerda el autor que los constituyentes mexicanos de 1824 se refirieron a la nación mexicana como «seis millones de hombres que hablan un mismo idioma, profesan una misma religión y tienen costumbres semejantes». Las naciones hispanas, España incluida, se asociaron a la soberanía y proclamaron su emancipación. Ese fue «su», nuestro, modelo de modernidad política, de un realismo histórico indiscutible. No pueden extrañar, por tanto, ni los debates posteriores sobre la confesión religiosa nacional, ni las aceptaciones de derechos particulares, como los fueros, bien se muestra en el libro, tan anacrónicos como explicables desde esta larga historia compartida.