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Juan Gabriel Vásquez: «Las novelas suelen ser más inteligentes que sus autores»

Entrevista

El autor colombiano sostiene en 'Traducir el mundo' que «la escritura de imaginación tiene la incomodísima característica de estar cuestionando el relato autoritario del poder» y por eso es vital para construir el futuro

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Juan Gabriel Vásquez José Ramón ladra

En un mundo acosado por nuevos autoritarismos —políticos y religiosos—, la ‘cultura’ de la cancelación —que provoca censura y autocensura— y las denuncias de apropiación cultural, estamos poniendo demasiados límites a la imaginación. Y por tanto a nuestra libertad. Dice el escritor colombiano Juan Gabriel Vásquez ... (Bogotá, 1973): «La ficción trae información y conocimientos que no tenemos en ninguna otra de las maneras que hemos inventado los seres humanos para contar el mundo. Hace tiempo quería escribir una exploración de todo lo que para mí se perdería definitivamente si desapareciera la ficción literaria».

Habla desde París, adonde acaba de llegar con su familia para escribir un nuevo libro y residir un par de años,invitado por la Universidad de Columbia.Acaba de publicar un ensayo brillante, ‘Traducir el mundo’ (Alfaguara), que tiene como base las conferencias Weidenfeld que el autor dictó en Oxford sobre ese asunto en 2022. No es una distopía, sino un libro en el que las lecturas del autor conversan sobre el poder de la imaginación, su impacto en el mundo real y lo que han cambiado en nosotros.

—Tenemos la falsa sensación de estar a salvo en la realidad factual cuando leemos ficción. Su libro deja claro desde las primeras páginas que no es así. De hecho pone en relación ficción y libertad, democracia.

—Debo aclarar que, a pesar de mis accesos de optimismo, yo nunca he creído que la lectura de ficción haga mejor a la gente, a los individuos. Hay sobradas pruebas de grandes lectores de ficción que son perfectos desgraciados en la vida real. Sí creo que la existencia de la ficción es un testimonio de rebeldía constante.

—¿Contra qué?

—Somos seres insatisfechos, porque no soportamos bien las restricciones en lo social, lo político o lo íntimo que impone la vida, y la ficción es una manera de romper esas camisas de fuerza. Las sociedades donde la ficción habita con más naturalidad suelen albergar ciudadanos insatisfechos, críticos, que no tragan entero, que son capaces de responderle al poder. Y eso es una democracia saludable.

—Entonces sí hablamos de democracia.

—Lo primero que una sociedad hace cuando bascula hacia el totalitarismo o hacia el autoritarismo es perseguir a los novelistas, a los poetas, a los escritores de imaginación, porque la imaginación se vuelve peligrosa. Lo vemos todo el tiempo. No hay que remitirse al estalinismo para verlo. Ahí está el ataque que sufrió Salman Rushdie hace unos meses.

«Ahora, vamos con el dedo índice juzgando y diviendo a la gente»

—Hay decenas de ejemplos en su libro, desde que Platón expulsó a los poetas de la República ideal, hasta el castrismo que reprimió a Padilla. ¿Por qué es tan peligrosa la imaginación para el poder?

—El poder político es, en general, el poder de imponer un relato a la sociedad como la verdad única sobre lo que una sociedad debería ser y por lo tanto sobre lo que ha sido. Controlar el relato del pasado es importantísimo para el poder político porque permite controlar el relato del futuro. Y la escritura de imaginación tiene la incomodísima característica de estar cuestionando todo eso.

Vásquez recuerda la masacre de las bananeras en Colombia, un episodio oscuro de la historia que Gabriel García Márquez narró desde la ficción de ‘Cien años de Soledad’. «La versión que ha acabado imponiéndose en la conciencia popular no es la del periodismo, ni la de la política, ni la de la historia oficial, sino la cifra que dijo García Márquez, que eran 3.000 muertos. Y no es verdad, pero se impuso. Eso al poder político lo irrita profundamente».

—Usted cita a Valéry, quien dijo en 1935 que estamos perdiendo la capacidad de utilizar el pasado para imaginar el futuro. ¿Nos quedamos sin relatos compartidos?

—La única herramienta que el ser humano tiene para tomar decisiones es su propia experiencia. Para mí no hay peor error que pueda cometer una sociedad que la desconexión con el pasado, porque le permite a alguien que la domine con un solo relato autoritario. Sostengo que una de las probables utilidades de la ficción es la de reconstituir ese vínculo, permitirnos sentir de una manera emocional, vívida y no solo fáctica, cómo se vivió en algún momento, cómo eran los seres humanos, cómo sentían el mundo. Es muy saludable.

—¿Por qué estamos perdiendo ese vínculo? ¿La irrupción de las redes y la tecnología lo han acelerado?

—Las nuevas tecnologías tienen mucho que ver con esa ruptura con el relato del pasado y con la noción de ‘verdad colectiva’. Hoy esa idea de que la realidad que todos compartimos es la misma está rota, por muchas circunstancias; pero una es el efecto que tienen las redes sociales en nuestro comportamiento de ciudadanos.

—Nos desgajan de la comunidad fabricando ‘otra’ ficción.

—Las redes sociales nos dan a cada uno de nosotros una versión de la realidad que difiere de la del vecino, diseñada por nuestro propio comportamiento en línea, nuestro propio historial de consumo, la información que damos a los inmensos bancos de datos. Jaron Lanier, citado ahí en el libro, dice que es como si uno entrara a Wikipedia y el artículo que uno lee cuando busca información, por ejemplo sobre la biografía de Hitler, fuera distinto dependiendo de quién busca la información. Así operan las redes sociales, nos presentan una realidad distinta. Esto solo conduce a la ruptura de cualquier noción de realidad compartida y eso tiene consecuencias políticas que son catastróficas.

«Las redes sociales nos conducen a la ruptura de cualquier noción de realidad compartida y eso tiene consecuencias políticas catastróficas»

—¿Y por qué el poder no trata a las corporaciones tecnológicas como a los poetas?

—Es una buena pregunta. Yo creo que han descubierto que pueden manipular todo eso para su beneficio. La manipulación tecnológica de toda una sociedad ha sido eficiente en la elección de Trump, en el Brexit, el referéndum por la paz en Colombia. Hay documentales que lo explican. El electorado fue groseramente manipulado con mentiras, distorsiones, que tuvieron mucho éxito gracias a las redes sociales. Las fuerzas políticas han dado cuenta de eso. Quieren el monstruo a su lado, creen que pueden controlarlo.

—Dice que la ficción nos permite comprender al otro, desde dentro.

—La capacidad por medio de las historias de imaginación, de penetrar las vidas de otros y entenderlas ha tenido como consecuencia algunas de las grandes conquistas de la humanidad. Veo un vínculo directo entre el surgimiento de nuestras democracias modernas y libros como el 'Lazarillo', o 'Don Quijote' que antes nos acostumbraron a entrar en la cabeza de otro para entender el mundo desde su punto de vista. Ahora eso nos parece reprobable, lo llamamos apropiación cultural y lo condenamos.

—Con casos aberrantes, que viven los actores o incluso los traductores como ocurrió con Amanda Gorman.

—Creo que nos reduce como seres humanos a ciertas características identitarias y es una especie de castración de nuestra empatía, de nuestra capacidad para la solidaridad futura y sobre todo de nuestra curiosidad por el otro, sin la cual las sociedades se van lentamente disolviendo.

—¿Estamos tuertos? Sólo vemos reprobable lo que censura la izquierda o la derecha dependiendo de nuestras afinidades o identidades.

—A nuestra sociedad de pequeños fundamentalistas le choca profundamente cómo opera la ficción con los otros, pero una cosa bellísima que decía Milan Kundera en ‘Los Testamentos traicionados’ es que la novela es el territorio donde suspendemos el juicio moral. Ahora esto se ha multiplicado, vamos por la vida con el dedo índice estirado, juzgando y dividiendo a la gente entre culpables e inocentes, entre amigos y enemigos. Y la imaginación literaria tiene esta cosa misteriosa que abre un espacio donde suspendemos ese juicio.

—Imaginar, dice, preserva en nosotros la dimensión de lo posible. Esto choca con la efervescencia de identidades culturales, étnicas, de género…

—Las políticas identitarias son una respuesta a una sensación muy real de opresión que han sufrido las minorías a lo largo de la historia. Los seres humanos somos criaturas complejísimas y contradictorias. Es difícil reducirnos a una sola identidad. Es útil políticamente y puede ser útil para la defensa de ciertas causas. Pero cuando se vuelve el valor absoluto es reductor y peligroso. Y además reduce nuestra capacidad para colaborar justamente en la defensa de esas causas. La ficción, al contrario para mí, puede ser el territorio donde no solo ponemos en valor sino que abrazamos y nos defendemos y nos enorgullecemos de las contradicciones, de los demonios, del lado inasible y múltiple y diverso de la condición humana. Está en las grandes novelas.

«Las fuerzas políticas quieren el monstruo a su lado. Creen que pueden controlarlo»

—¿Por ejemplo?

—Cuando Tolstoi empezó a escribir ‘Ana Karenina’ quería escribir una historia de condena de la inmoralidad de una mujer infiel. Y el personaje de Ana se le salió de las manos y se convirtió en una cifra de la libertad femenina. Las novelas suelen ser más inteligentes que sus autores.

—Por contra, hay muchos escritores tentados a convertirse en ideólogos, en utilizar sus obras como parte de la prédica. ¿Qué les diría?

—Eso viola uno de los rasgos genéticos que hacen que la ficción sea importante para mí, que es la defensa de lo que otra vez Kundera llamaba la sabiduría de la incertidumbre. Un escritor es también un ciudadano y como ciudadano tendrá unas certezas, unas convicciones, pero yo creo que en el momento en que entramos como escritores, o lectores, en una ficción, se suspenden las certezas absolutas, las verdades monolíticas y entramos en un terreno de incertidumbre, de duda, donde son válidas y verdaderas dos ideas que son opuestas, donde las preguntas son más importantes que las respuestas y entendemos que otro que no piensa como yo puede tener razón profunda.

—El lenguaje está siendo manipulado y vemos a los poderes llamando de modo diferente a muchas cosas. ¿Es la ficción su mejor cura?

—Sí, seguramente. Cuando mejor funciona, la literatura nos devuelve al lenguaje que compartimos todos, con el cual describimos nuestra vida, su riqueza, con precisión. En los conflictos entran los eufemismos, el lenguaje edulcorado, falseado, para contar esa realidad. En Colombia se dejó de hablar de secuestros, se decía retenciones con fines económicos. Se dejó de hablar de asesinatos de civiles, para llamarlos falsos positivos. El lenguaje que nombra la realidad es una de las primeras víctimas de situaciones de conflicto. Y es nuestra responsabilidad, como periodistas, novelistas o poetas, devolverle al lenguaje su capacidad de nombrar el mundo, hacer que el lenguaje diga la verdad sobre las cosas, nombrarlas apropiadamente.

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