la trasatlántica
Borges microscópico
«Un amigo tiene una copa de la que bebió Borges y me dijo que me la regalaba, pero nunca la recogí». Esta es la historia de esta pequeña reliquia
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Paul me habló de la copa de Borges la noche en que nos conocimos, en octubre de 2012. Había traducido un cuento mío para una revista que se publicaba en Chicago y me habían invitado al lanzamiento del número, en el que yo leería en ... español y él en inglés. La noche en que llegué me invitó en su departamento a un vaso de burbon —del que era conocedor. Fue entonces que me lo contó: «Un amigo tiene una copa de la que bebió Borges y me dijo que me la regalaba, pero nunca la recogí».
Aunque de vez en cuando traduce literatura por placer, Paul es un traductor especializado en asuntos técnicos, así que se relaciona con las letras latinoamericanas de forma relajada y feliz, sin los sofocones de los que medramos de ella. Habla inglés con la cadencia gentil de la gente del medio oeste de los Estados Unidos y español con acento y dicción argentina: aprendió a hablarlo y a venerar a Borges en Buenos Aires.
Esa noche le propuse que fuéramos en ese instante por la copa de Borges. «Mirá», me respondió con un acento que no tenía nada que ver con su apariencia de santo eslavo, «es media noche, voy mañana».
Su amigo había hecho un doctorado en North Western University y había asistido a uno de sus profesores cuando Borges dio una charla ahí hacía décadas. Cuando la facultad se llevó al autor a cenar, el amigo notó que la copa de la que Borges había bebido agua durante su ponencia se había quedado en la mesa. Se la robó. La metió en una caja y cuando muchos años después la encontró, recordó que Paul era 'borgesólatra', le dijo que se la regalaría, que pasara por ella.
La noche en que presentamos la revista, el huracán Sandy azotó Nueva York. Durante el coctel le pregunté a Paul si había ido por la copa. «No», me dijo, «pero la voy a recuperar a tiempo para que la veas». «Me voy mañana», le dije. Negó con confianza: los aeropuertos de Nueva York estaban inundados, me iba a tener que quedar en Chicago quién sabe cuántos días.
Cuando entré a su departamento, se hizo un silencio. ¿Todo bien?, pregunté, esperando otra tanda de malas noticias
Fueron cuatro. Fuimos a museos, visitamos tiendas de discos de vinilo y librerías, comimos almuerzos gigantes. Un día, manejando por Ukranian Village, me señaló una casa y me dijo: Ahí está la copa de Borges. Le propuse que tocáramos la puerta, me respondió que llegar sin avisar sería una grosería.
Finalmente reabrieron el aeropuerto de La Guardia y conseguí un boleto para la mañana del miércoles. El martes Paul hizo una cena con la gente de la revista. Cuando entré a su departamento, se hizo un silencio. ¿Todo bien?, pregunté, esperando otra tanda de malas noticias sobre los daños de Sandy. Me señaló la mesa en la que brillaba, solitaria y al centro, una copa común y corriente.
¿Es el santo grial?, le pregunté. Afirmó ceremoniosamente. Agarré una servilleta para tomarla como un detective que revisa evidencia. Me detuvo, destapó una botella de bourbon carísimo y amenazó con servirlo. Protesté: si lo servía, íbamos a perder información microscópica de un objeto que tocó Borges. Lo dije francamente enojado. Ignoró mi reclamo y vertió el whiskey. Alzó la copa y dijo: «Mi amigo la lavó cuando supo que iba a ir por ella». Le dio un trago y me la tendió para que hiciera los honores.
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