Miguel Saralegui resuelve un nudo gordiano de la Hispanidad

Sus investigaciones recientes subrayan que quienes liquidaron al odiado imperio azteca, en cuyas ruinas AMLO y su señora esposa, que se apellida Gutiérrez, adoran fotografiarse, fueron nativos Tlaxcaltecas y de otras etnias «regionales», hartos del militarismo caníbal de Moctezuma y sus guerreros disfrazados de pájaros. En cuanto al otro gran mito fundacional hispanoamericano, según el cual existía una pobrecita nación criolla sojuzgada y esquilmada por «los españoles», liberada en 1810 por la independencia (lo de «España nos roba» es más viejo que Matusalén), tampoco fue de ese modo.

Los indígenas, con el apoyo de frailes indómitos y abogados barrocos, mantuvieron sus propiedades y liderazgos dentro de la monarquía española. No puede extrañar a nadie que fueran los más contumaces partidarios del rey de España, aunque este fuera Fernando VII. O que Bolívar (el personaje histórico, no el de ficción), con lógica aplastante, solo odiara más a los indígenas que a los peligrosos mulatos y negros libres, remisos al orden social de los hacendados blancos, o sea, el suyo .

Si esto fue así, como señala Miguel Saralegui en este libro magistral, que resuelve un nudo gordiano de la hispanidad, ¿por qué existe tanta animadversión hacia España al otro lado del Atlántico, y últimamente hasta en Estados Unidos, donde los nuevos ricos querían en los años veinte mansiones neoandaluzas, como si Los Ángeles de California estuviera en Carmona? ‘Matar a la madre patria’ explica en seis capítulos la historia de una postergación .

Por decirlo de otro modo, el proceso político y cultural por el cual el antiespañolismo se metió hasta la raíz de los nacionalismos fundacionales hispanoamericanos. En sus palabras, «el escenario de este homicidio no es el campo físico de la batalla, sino las mentes de los pensadores y políticos más importantes del siglo XIX latinoamericano: Alberdi, Bello, Bolívar, Echeverría, Lastarria, Miranda o Sarmiento». En esa «revolución total» (casi la única existente, de ahí su crudeza), se pretende borrar la herencia española de todos los lugares simbólicos en los que la sociedad criolla se entendía a sí misma: política, economía, raza y religión.

Los sucesivos epígrafes muestran, tras indicar que «los asesinos son hijos de españoles», la asociación tóxica de la herencia hispana. Primero con tiranía, ansia monopolista y corrupción. Luego con debilidad racial, o fanatismo religioso: «El catolicismo parecía la víctima perfecta para el liberalismo parricida». El polémico capítulo sexto parece reproducir el último informe sobre la reputación de España, la nación de Europa con la peor imagen de sí misma: «No importa ahora en Hispanoamérica. Nunca importó. Es solo una entre las naciones que conforman el imaginario colectivo, intensamente cosmopolita, de las naciones latinoamericanas». Dos principios culturales, la «culpa externa» (esta siempre es de otro) y la «revolución permanente» serían legados nefastos del antiespañolismo republicano fundacional. Reconforta asumir, como hace el autor, que la supervivencia de España «se deba más al azar que al deseo». Dicho de otro modo, más a la identidad hispana de la sociedad civil que a la banalidad y estupidez de quienes gestionan gobiernos y Estados.