Un estudio español permite determinar por primera vez el origen del habla en los humanos
Los humanos que habitaron la sierra de Atapuerca hace 350.000 años tenían una capacidad auditiva similar a la del hombre moderno. Quizá también hablaban igual
En ocasiones, la línea que separa un misterio de un problema científico es tan delgada que ambos términos pueden llegar a confundirse. Y eso a pesar de que la diferencia entre los dos conceptos es fundamental: un misterio no se puede estudiar, un problema sí. ... La ciencia consiste, a menudo, en el arte sutil de convertir misterios en problemas, es decir, transformar lo incomprensible en algo que podamos abordar y analizar con las herramientas de nuestra mente. Eso es exactamente lo que acaba de hacer un equipo de científicos españoles, encabezado por los paleontólogos Ignacio Martínez y Juan Luis Arsuaga, y los ingenieros de Telecomunicaciones Manuel Rosa y Pilar Jarabo. Ellos, junto a un grupo multidisciplinar de investigadores, han conseguido convertir el misterio del origen del habla humana en un problema científico que, a partir de ahora, se podrá estudiar. Los resultados de este revolucionario trabajo, punto de partida para nuevas investigaciones, se publican hoy en «Proceedings», órgano de la Academia Nacional de Ciencias de Estados Unidos.
Saber cuándo y en qué modo los humanos adquirimos la capacidad de transmitir conceptos complejos a través de un lenguaje articulado no es una cuestión banal, sino que está relacionada con el origen mismo de aquello que nos distingue del resto de las criaturas vivientes: nuestra mente simbólica. Tener la capacidad de transmitir ideas a nuestros semejantes implica la necesidad de que esas ideas existan previamente, y de que haya, por lo tanto, un cerebro lo suficientemente desarrollado para producirlas. La capacidad de hablar, de transmitir esas ideas, requiere además de unas características físicas determinadas, especialmente diseñadas para aprovechar esas extraordinarias facultades intelectuales.
Sin pruebas directas
Desde hace décadas, los científicos intentan buscar las pruebas que les permitan establecer con exactitud cuándo los humanos adquirieron esta inusual capacidad que es el habla. La falta de pruebas físicas directas (el aparato fonador, hecho de cartílagos, tendones y tejido muscular, no fosiliza y no produce restos que se puedan estudiar) les ha llevado, por una parte, a la búsqueda de «pruebas circunstanciales» que demuestren la existencia de una mente simbólica, y por otro a exagerar, quizá, la importancia de las pocas evidencias físicas a las que el tiempo ha permitido llegar hasta nosotros. Ejemplos de la primera tendencia pueden ser el estudio de las sociedades primitivas, con el cuidado de los más débiles, su uso de la tecnología, la aparición del arte o los primeros enterramientos, signos todos de la existencia de un tipo de mente «humana».
La segunda tendencia se refleja en la búsqueda, en los cráneos fósiles de nuestros antepasados, de las zonas del cerebro que hoy sabemos relacionadas con el lenguaje, las áreas de Broca y de Wernike, además de la forma y localización de un pequeño hueso, el hioides, que sirve de anclaje a los músculos de la lengua y cuya posición está íntimamente relacionada con la situación de la laringe y, por tanto, con nuestra capacidad de hablar.
Ninguna de estas «pruebas», sin embargo, ha resultado concluyente, y por eso conviven teorías tan diversas como las que afirman que la mente simbólica (y con ella el habla) surgió «de repente», en una «explosión evolutiva» reciente, con las que, por el contrario, aseguran que se trata de un proceso gradual que se ha desarrollado con lentitud a lo largo del tiempo.
La cuestión estaba en tablas. Ni la biología ni la paleontología podían hacer más. La comunidad científica parecía resignada a que este problema quedara sin una solución, o a que ésta llegara de la mano de un improbable descubrimiento de fósiles en los que las características necesarias para explicar el habla fueran perfectamente reconocibles y medibles.
El otro lado del espejo
«No hay laringes fósiles -explica Juan Luis Arsuaga- pero a nadie se le había ocurrido mirar desde el otro lado del espejo y abordar el problema desde el oído. Nosotros lo hemos hecho, y hemos descubierto que, hace 400.000 años, los habitantes de la sierra de Atapuerca (Homo heidelbergensis) tenían un oído como el nuestro». La idea, en apariencia sencilla, se basa en el hecho de que habla y oído están íntimamente relacionados y en la suposición de que esto significa que se desarrollaron al unísono. El oído es un órgano complejo y delicado, que está adaptado a las necesidades de las diversas especies. Su «sintonización» depende de las necesidades de cada uno.
A diferencia de lo que haría una grabadora, que recoge el sonido circundante sin hacer distinciones, el oído es capaz de filtrar los sonidos, distinguirlos y seleccionarlos. Podemos mantener una conversación fluida incluso cuando hay mucho ruido de fondo. Nuestro aparato auditivo es especialmente sensible a los sonidos emitidos en unas frecuencias determinadas, las que abarcan hasta los 4 kilohertzios, que es precisamente el rango de frecuencias en que tiene lugar el habla humana. Los chimpancés, por citar un ejemplo, están «sintonizados» a frecuencias tanto más bajas
(de un kilohertzio) como más altas (8 kilohertzios), y es en estas zonas del espectro sonoro, que son las que usan para comunicarse, donde oyen mejor. Cada especie, pues, adapta su oído a sus propias necesidades.
Modelo eléctrico del oído
Por otra parte, desde los años 60, físicos e ingenieros de telecomunicaciones trabajan en la puesta a punto de modelos eléctricos cada vez más perfeccionados del oído humano, en los cuales es posible reproducir con fidelidad su funcionamiento. Así las cosas, sólo era cuestión de tomar los diversos elementos disponibles y elaborar un procedimiento completamente nuevo para aproximarse al problema, que ya no misterio, del origen del habla.
Una vez realizadas las pruebas comparativas entre humanos modernos y chimpancés (cuya línea evolutiva se separó de la nuestra hace seis millones de años), sólo quedaba hacer lo propio con alguna especie extinta de homo y comprobar si el oído de nuestros antepasados se parecía más al nuestro o al de los simios. El equipo de paleontólogos e ingenieros (del que, además, forman parte los investigadores Ana Gracia, Carlos Lorenzo y Rolf Quam) usó para ello los restos fósiles de cinco homínidos de la Sima de los Huesos, entre ellos el famoso cráneo 5, el más completo que existe en todo el mundo.
Una serie de TAC (Tomografías Axiales Computerizadas) y mucha paciencia fueron necesarias para obtener, a mano, un modelo en 3 D del oído de Homo heidelbergensis, con todas sus medidas anatómicas. Estos datos sirvieron a los ingenieros para realizar un circuito eléctrico de este oído prehistórico al cual, sencillamente, se le realizaron varias audimetrías. La conclusión es que hace más de 350.000 años, los hombres de Atapuerca también oían mejor en frecuencias entre 2 y 4 kilohertzios, las mismas que usamos nosotros. «Tenían alas -apunta Ignacio Martínez-. Ahora sólo falta saber si las usaban para volar...»
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