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Soledades compartidas: una anciana murió de alzhéimer junto a su hijo

Cuando Dolores no pudo soportar por más tiempo su soledad en el pueblo y decidió trasladarse a vivir con su hijo a Cataluña, no imaginó que su destino no iba a ser estar más acompañada

Mari Pau Domínguez

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Llegó la noche, y no encontré un asilo,

¡y tuve sed!... Mis lágrimas bebí.

¡Y tuve hambre!... ¡Los hinchados ojos

cerré para morir!

GUSTAVO ADOLFO BÉCQUER, «RIMA LXV».

A veces tomamos decisiones en la vida que nos trasladan a la orilla en la que aguarda aquello de lo que pretendíamos huir. Pero como no podemos adivinarlo nos sentimos momentáneamente aliviados al dar el paso. Cuando Dolores no pudo soportar por más tiempo su soledad en el pueblo y decidió trasladarse a vivir con su hijo a la población de Cataluña en la que trabajaba, no imaginó que su destino no iba a ser estar más acompañada sino compartir con él la soledad.

Como tantos miles de andaluces, extremeños, murcianos…, a principios de los años 60 Dolores emigró desde Extremadura a Cataluña junto a su marido en busca de un futuro mejor. Se establecieron en un pequeño pueblo de la provincia de Barcelona, en el que nació Alfredo, su único hijo, y donde pudieron salir adelante aunque con gran esfuerzo y dificultad. Al quedarse viuda decidió regresar a su lugar de origen; el mismo en el que las cosas ya no eran como antes, pesaba demasiado la ausencia de su Aurelio con el que había compartido todo desde niños. Recién cumplidos los 70 años, volvió, de nuevo, con su hijo a Barcelona…

Se encontró con que Alfredo, tras haber pasado por una delicada operación de espalda, tenía concedida una invalidez permanente que le obligó a dejar de trabajar, de modo que los recursos para salir adelante eran escasos. «Al menos estamos juntos », consideró Dolores como lo fundamental.

Sacó de la maleta una foto de su boda, la besó y después la depositó en su mesilla de noche dejando que los recuerdos de su matrimonio con Aurelio volaran como una nube en un cielo despejado. Él seguiría siendo el sol de su vida eternamente.

El temido Alzhéimer

Alfredo siempre fue un niño retraído y apegado a su madre, tal vez en exceso. Vivir de nuevo con ella le resultó un alivio. Iba a poder crear un universo propio y confortable confinado entre las paredes de su humilde hogar de cuarenta metros cuadrados, en el que sentirse protegido aunque alejado del mundo exterior. O tal vez fuera por eso la protección. Volver a vivir con mamá le supuso poco menos que una regresión a la infancia y se sintió feliz.

Dolores y Alfredo apenas tenían trato con los vecinos ni salían de casa mas que para comprar lo estrictamente necesario. Su vida cotidiana era cansina, aburrida y austera, pero les bastaba para no traspasar los límites de una razonable supervivencia. Hasta que seis años más tarde a Dolores se le empezó a ir la cabeza. Al principio fueron pequeñas lagunas mentales, olvidos sin aparente importancia.

-¡Aurelio! Ven a la cama, cariño, que ya es tarde –le dijo una noche a su hijo tomándolo por su marido-. Toda la vida igual, te acuestas demasiado tarde.

-Ya voy… -respondió Alfredo y siguió anclado en el sofá viendo su serie favorita.

La amenaza de una enfermedad terrorífica y devastadora cabalgó lentamente hasta apoderarse del cuerpo y la mente de Dolores. Le diagnosticaron un cuadro claro de Alzhéimer que invadió, como una oscura nebulosa, las vidas de ambos. Alfredo rechazó las ayudas que la asistencia social le ofrecía, para entregarse al cuidado diario de su madre . La acompañaba al médico en su silla de ruedas (tardaban horas porque él, debido a su dolencia de espalda, se movía también con dificultad), la bañaba, le daba de comer, le peinaba con paciencia su larga cabellera que ella no consentía en cortar…

Alfredo se enfrentó a los estragos de una enfermedad en la que lo más conocido de la misma, el olvido de los recuerdos, el del presente e incluso el de la propia identidad, acaba siendo el mal menor comparado con otros efectos como la agresividad hacia los seres queridos, la pérdida de movilidad física, la dificultad para ingerir alimentos, la merma del control del cuerpo hasta para hacer sus necesidades… Y el silencio…

El silencio y la oscuridad, en la mente del enfermo. La impotencia y el dolor, en el ánimo de quien lo cuida.

- Tú no te preocupes, mamá, que yo estaré siempre contigo. Siempre.

Dolores le acarició la cara y le regaló una sonrisa. Era toda la muestra de agradecimiento de la que podía ser capaz.

Ajenos al mundo

El tiempo transcurría por el mero hecho de pasar, sin horizonte alguno. Dolores ya estaba en los 96 años y Alfredo, en los 68. Lo que más les gustaba era sentarse ante el televisor, él en el sofá y la madre, en su butaca. Tampoco es que pudieran hacer mucho más. Ella había ido perdiendo paulatinamente la capacidad de movimiento y su hijo, las ganas de seguir participando en el mundo.

- ¡Mira, mamá! Ese actor se parece mucho a papá –dijo una tarde Alfredo refiriéndose al protagonista una película americana en blanco en negro, de los años 40.

La madre lo miró fijamente sin expresar, en apariencia, nada. Entonces el hijo fue al dormitorio de ella para coger la foto de boda de la mesilla y llevársela al salón. «Es papá»… Dolores la miraba como queriendo descubrir en la instantánea poco menos que el origen de la vida.

Esa noche veían la televisión antes de ir a dormir. Alfredo se levantó para buscar un vaso de agua a la cocina, cuando de repente se desplomó en mitad del salón, ante los tristes ojos de Dolores. Acababa de sufrir un infarto que lo había fulminado. Quedó tendido en el suelo a los pies de su madre.

Transcurrieron los días, impasibles, crueles. La realidad permanecía tan inalterable como muda: Dolores en su butaca sin poder moverse; la luz del techo y el televisor, encendidos; el cadáver de Alfredo, en el suelo y la foto de su boda en el aparador, donde la había dejado su hijo. Dolores la miraba incansable mientras se iba apagando su existencia. Ningún vecino les echó de menos porque no se trataban, y no tenían familiares, ni ayuda social al haberla rechazado. Nadie, pues, pudo darle agua o comida, como tampoco asearla. Ahora sí que Dolores estaba irreversiblemente sola, asistiendo de una forma atroz y despiadada a su propia muerte tras semanas de convivir con el cadáver de su hijo.

Estaba enferma. Sin embargo no fue el alzhéimer lo que la mató sino una dolencia, también mortal, llamada soledad.

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