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«Ximples» y «metropayeses»

HOY, 21 de noviembre, se cumple el treinta aniversario de ese día en que, muerto Franco, no se había proclamado, todavía, al Rey. Ahora, esos «ximples» (simples, en español, por llamarlos de una forma cariñosa) de la Esquerra, ese batiburrillo de politicoides e ignorantes, quieren que el Rey pida ¡perdón! por su connivencia con el franquismo. De repente ha aparecido una colección de individuos que no quiere enterarse de que la Constitución de 1978, si tuvo un valor, fue ése, el de pedirse perdón unos a otros, los que hicieron la guerra en un bando y los que permanecieron en el contrario. La del 36 no fue una guerra entre fascistas y demócratas, sino una guerra civil. Jean Daniel cuenta que cuando vino por primera vez a España pensaba eso de la guerra civil, es decir, que había sido una lucha entre demócratas y fascistas, idea que se le derrumbó cuando comenzó a conocer la realidad de nuestro país. Pues, ¿eran fascistas los más de 8.000 sacerdotes asesinados a manos de socialistas y anarquistas?, ¿eran demócratas Durruti, Líster o Largo Caballero, el «Lenin español»?, ¿qué hacían junto al Frente Popular católicos como Carrasco i Formiguera o Sánchez Albornoz?, ¿no tuvieron que exiliarse, nada más acabada la contienda, Gil Robles o Don Juan? Esa expresión catalana de «ximples» es, en fin, la que mejor cuadra para definir a esa colección de «metropayeses» -en feliz expresión de Vidal Quadras y con perdón de la payesía- que no creen en España pero que ¡gobiernan España!

¿Le gustó a Fraga presentar como conferenciante a Carrillo durante la Transición? ¿Fue un plato de gusto para Carrillo tragarse la bandera roja y gualda inmediatamente después de su legalización? Evidentemente que la ejemplar actitud de quienes representaban a uno y otro bando hizo posible que se borrasen tantos y tan viejos rencores, que fueron cicatrizando y que posibilitaron que nuestra generación, la de los tácitos, los liberales, los de Suresnes y de los nacionalistas posibilistas, fabricase un marco legal que ha sido estable hasta la llegada de Zapatero, de quien, según el lúcido análisis que publicó Ignacio Sotelo en «El País», debíamos haber aprendido su esquizofrénica división entre «discurso» y «hechos». Y los hechos son demasiado tozudos para que no nos demos cuenta de lo que está ocurriendo. Y lo que pasa es que la Transición, como la primavera, se ha ido y nadie sabe cómo ha sido, excepto Zapatero.

Este fin de semana he asistido al VII Congreso «Católicos y Vida Pública», organizado por la Universidad San Pablo-CEU y la Asociación Católica de Propagandistas. Zapatero está empeñado en enfrentarse a la Iglesia. Una torpeza, pues se considera católico el 80 por ciento de los españoles. Los católicos somos el espíritu transversal cuya sabia, mucha o poca, se pasea por todos las organizaciones políticas y sindicales y fuimos decisivos para que el fin del régimen franquista y el inicio de la Monarquía constitucional se desarrollase en paz. La Iglesia, como afirmó recientemente el arzobispo de Pamplona, Fernando Sebastián, contribuyó a la superación de la división entre españoles. Pero ahora, abandonando todas nuestras responsabilidades, hemos dejado el discurso político en manos de unos «ximples». Y así nos va.

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