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Fernando Aramburu: «La ausencia de atentados en el País Vasco no equivale a la paz»

El escritor acaba de ganar el Biblioteca Breve de Seix Barral con «Ávidas pretensiones»

Fernando Aramburu: «La ausencia de atentados en el País Vasco no equivale a la paz» inés baucells

sergi doria

Cuando tenía catorce años, Fernando Aramburu (San Sebastián, 1959) ya soñaba con ser escritor… además de futbolista de la Real, ciclista, ajedrecista y lanzador de jabalina. Al final estudió Filología, se fue a vivir por amor a Alemania y no cejó hasta que la escritura deletreara el estribillo de su vida. Cuatro décadas después de su conjura adolescente, Aramburu se une con su novela «Ávidas pretensiones» a la lista de ganadores de un premio carismático: el Biblioteca Breve de Seix Barral .

El autor de «Los peces de la amargura», conmovedora disección del terrorismo vasco, considera que «el humor es un antídoto para no sucumbir al fanatismo». En «Ávidas pretensiones», Aramburu culmina su particular viaje al Parnaso en un convento que congrega a «lo más granado del gremio»: esa olla podrida de las miserias de quienes confunden vida literaria con literatura. El humor y la tragedia, como vasos comunicantes. El humor, concluye Aramburu, ayuda a curar ciertas heridas: «Yo recurro al humor cuando mi situación personal es peor… Si consigo arrancar una sonrisa del lector es lo más parecido a la felicidad».

–Humor… Ya afloraba en su primera novela, «Fuegos con limón», hace casi veinte años... ¿Retorno a los orígenes?

–Mi infancia está unida al humor. Mi padre era un hombre muy gracioso. En las comidas siempre se le escapaba un comentario que nos hacía reír. Afrontaba el conflicto con la palabra amable... Por eso, el humor en mi literatura es totalmente natural. A veces incluso debo frenarme para no ser guasón.

-«Ávidas pretensiones», novela de humor. La herencia de Jardiel y Fernández Flórez sólo contaba con un albacea: Eduardo Mendoza. ¿Asistimos a la revalorización del género?

–No concibo la literatura como un gremio. Soy solitario, hogareño y vivo en un país extranjero. Desconozco si otros autores cultivan el género humorístico. Tal vez la crisis actual exige una interpretación humorística. Con tanta crispación conviene aportar sosiego, suscitar la sonrisa, cuestionar las injusticias desde la parodia.

–¿La parodia resulta más efectiva contra el totalitarismo que un sesudo discurso político?

–El humor es más efectivo que la indignación.

–Su hogar está en Hannover. ¿Qué diferencias observa entre el humor de aquí y el de allí?

–Veintinueve años en Alemania me han enseñado a matizar mi humor. Se dice que el alemán es frío, menos efusivo que el español... Allí se cultiva un humor irónico, de pequeños matices... Me gustan los humoristas estilo Eugenio: sin mover un músculo de la cara, te hacen reír con un guiño inteligente.

–Finales de la Transición. Un Fernando Aramburu veinteañero participa del grupo CLOC de Arte y Desarte. Surrealismo entre las bombas de ETA. ¿Qué pretendían?

–El «desarte» lo inventamos nosotros, sin estar muy seguros de su significado... Aspirantes a escritores cuestionando lo convencional. Una rebeldía difusa que conseguí encauzar con «El hombre rebelde» de Camus. El hombre rebelde dice no pero, a continuación, dice sí. No se trata de destruir si luego no construyes algo. Puedo entender a los indignados, pero quiero saber qué me ofrecen.

–¿Cómo era aquel País Vasco de juventud?

–Horrible. Un grupo de poetas en los años de plomo. Surrealismo contra el fanatismo terrorista, sin una perspectiva histórica clara de lo que estaba pasando. Cada cuatro días, un atentado de ETA. La promesa de un supuesto paraíso social, a costa de la sangre ajena.

–Humor vasco… Parecía un oxímoron y llegó «Vaya semanita»...

–Cuando lo vi por primera vez sentí una enorme alegría. Era un bálsamo para la sociedad vasca.

–En 2006 publica «Los peces de la amargura», relatos en torno al terrorismo. ¿Cómo se decidió a escribirlo?

–Llevaba esas historias dentro. Si me dedicaba a escribir, sabía que tarde o temprano debería enfrentarme a la triste situación que conocí de niño: el dolor, la cobardía social, el miedo, el hábito del atentado, el derrumbe de una sociedad. Las víctimas merecen un espacio en el arte de la palabra. Escribí un cuento tras otro. Todos seguidos.

–¿Y cuál fue la reacción en su tierra?

–Hubo víctimas del terrorismo que agradecieron el libro, mientras que en la esfera nacionalista y sus zonas mentales se producía un espeso silencio.

–¿Qué sintió al ver la foto de familia de los expresos etarras?

–Eso era previsible. Ahora no hay atentados, pero la ausencia de atentados no equivale a la paz.

–¿Diferencias entre la situación vasca y la catalana?

–Son realidades muy distintas. Los vascos tenemos ochocientos cincuenta muertos encima de la mesa y esto no se borra ni con un referendo, ni blanqueando la historia con un truco legal.

–¿Qué tienen en común sus novelas?

–Como mi vida, cotidiana y gris, están ritualizadas. No hay novela mía sin cementerio y diálogo con la obra de algún autor... En «Ávidas pretensiones», con el Lazarillo: aparece un ciego al que guía una chica «Lazarilla»… Guiños cervantinos...

–¿En qué medida necesitamos la poesía?

–Todo ser humano precisa una actividad poética básica. Hoy no se busca en la poesía, sino en una película o una canción. Me parece lamentable que no se capte la belleza en los libros de poesía. Quizá no sucedería si esa poesía se nos hubiera presentado de forma más apetecible.

–Quizá muchos poetas están más pendientes de los colegas que de los lectores...

–Es el gremio literario más vanidoso, aunque la vanidad me parece el más inofensivo de los defectos. Hay cosas peores: envidia, insultos anónimos en internet...

–Usted ha publicado poemarios. ¿Mantiene una relación amor-odio con la poesía?

–En esta novela he metido a unos poetas en un retirado convento... pero eso no es lo esencial. Lo esencial es que veintinueve personas convivan en un recinto cerrado. Vidas atormentadas: una madre que ha perdido a su hijo el 11-M, lesbianas, trepas, ancianos ante una muerte próxima...

–Uno de esos poetas se inspira de Arno Schmidt, un escritor que violentaba la ortografía. Usted inventa palabras... ¿Tiene alguna a mano?

–Por ejemplo, «rogo-mandar». Es aquello que te ruegan y te ordenan a la vez. Adjetivos, «masa masticante»…

–¿Qué le parece el lenguaje de los jóvenes de teléfono móvil?

–Cada cual es hijo de su tiempo. Mis mayores me acusaban de destruir el lenguaje. Los jóvenes no son tontos. No quiero ser el escritor viejo que denigra a los más jóvenes que él. Ese que no comprende el mundo en que vive y lo rechaza. Acuñé un aforismo: «El escritor que no lee a los jóvenes está muerto y el que los lee está perdido».

–¿Perdido?

–En el sentido de que ya es tarde...

–Si confía en los jóvenes... Deme algunos nombres.

–A los que afirman que «la novela ha muerto y esas cosas» les recomendaría «Intemperie», de Jesús Carrasco; «La habitación oscura», de Isaac Rosa. Ricardo Menéndez Salmón, Clara Usón, Óscar Esquivias…

–¿Poetas españoles predilectos?

–Sin duda, Eloy Sánchez Rosillo y Álvaro Valverde. Hay buenos escritores de poesía, pero ellos son algo más.

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