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EL ÁNGULO OSCURO

AL FARO

JUAN MANUEL DE PRADA

Al escritor no voy a seguir inmolándolo estúpidamente; es algo que he jurado a los amigos que me acompañaron en el faro del Palacio de la Magdalena

ESTA semana he tenido ocasión de vivir una de las experiencias más reveladoras de mi vida, una de esas epifanías que la Providencia nos regala, para escarmiento de pasados errores. Hace algunos meses me llamó por teléfono César Nombela, rector de la Universidad Internacional Menéndez Pelayo y espejo de caballeros, invitándome a impartir uno de los «cursos magistrales» que se organizan en Santander cada verano, dentro del ciclo «El autor y su obra». La invitación me conmovió muy especialmente, por inesperada y casi por inverosímil: hacía muchos años que no me llamaban para participar en ningún acto académico de estas características, por razones evidentes que al propio Nombela no se le escapaban; y aunque le advertí reiteradamente que, a estas alturas, mi prestigio en la feria de las vanidades está por los suelos (o más bien por los subsuelos, convenientemente enterradito), Nombela se empeñó en insistir en la invitación, que ya no me atreví a declinar, por no resultar descortés.

Supuse que en el curso apenas se matricularían alumnos, pues sé bien que el camino que elegí me ha convertido en un apestado: para una inmensa mayoría soy un pelele irrisorio, asiduamente escarnecido en programas televisivos que sufraga mi editor; y para una minoría que supuestamente me admira he podido comprobar que soy algo así como un paladín de los «valores tradicionales» (cuando oigo hablar de «valores», ese sucedáneo bursátil de las virtudes, empiezo a temblar), a quien sin embargo no se considera como escritor, tal vez porque no hago literatura pía. Para mi sorpresa, al curso se apuntaron muchos más alumnos de los que podía imaginar; y con ellos he estado encerrado, durante toda la semana, en un faro próximo al Palacio de la Magdalena, donde he procurado vaciarme sin reservas, haciéndolos partícipes de mi obcecado amor por la literatura y de los secretos de un oficio al que he decidido entregarme sin ambages. La experiencia en el faro de la Magdalena creo que nos ha brindado una hermosa catarsis a todos los que allí hemos convivido; y yo he aprendido de mis alumnos mucho más de lo que he enseñado.

Aunque la asistencia al curso fue numerosa, lo cierto es que yo no andaba muy engañado en mis previsiones: la mayor parte de los alumnos no eran lectores asiduos de mis libros; muchos me confesaron donosamente que no se habían matriculado en el curso porque yo lo impartiera, sino más bien porque todos los veranos solían hacerlo en alguno de asunto literario; y algunos, incluso, me reconocieron que se habían inscrito venciendo mil y un prejuicios contra mí. A medida que avanzaban las lecciones, creo que muchas de las reticencias iniciales se fueron limando; y no faltaron, en los últimos días, declaraciones arrepentidas de algunos de estos alumnos en principio remisos que me conmovieron muy vivamente. El arrepentimiento de ellos estimuló el mío: en todos estos años, por razones diversas —petulancia, ardor juvenil, imprudencia temeraria, desgarros personales, jaleamientos provocados por los que, llegada la hora de la inmolación, te dejan en la estacada— he cometido muchos errores; y así, creyéndome ridículamente un llanero solitario, he ido inmolándome, hasta arrojar a la basura mi carrera como escritor. La carrera sé que es irrecuperable; y en el fondo me congratulo por ello, porque prefiero vivir el resto de mi vida alejado del aplauso mundano. Pero al escritor no voy a seguir inmolándolo estúpidamente; es algo que he jurado a los amigos que, durante una semana, me acompañaron en el faro del Palacio de la Magdalena, tan arrepentidos ellos de sus prejuicios como yo de mis errores.

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