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Mubarak no se marcha

Los manifestantes de la plaza Tahrir montan en cólera. Gritan al rais que se marche. Y se concentran frente al palacio presidencial y la Televisión

REUTERS

LAURA L. CARO

Frustración faraónica. La Plaza de Tahrir se quedó petrificada, boquiabierta, sin poder dar crédito al discurso paternalista de Hosni Mubarak por megafonía diciendo que no va a dejar a los egipcios solos en «este momento difícil». Que no va «a salir del país». Y cuando el gentío reaccionó lo hizo con una cólera indignada entre gritos de «¡fuera!, ¡fuera!». A gritos desgarrados. Con los zapatos amenazantes en la mano y los puños en alto. Un río de manifestantes corrió rugiendo de ira en dirección al palacio presidencial y a la sede de la televisión estatal, fuertemente protegida por la élite militar, y detrás de ellos salieron disparadas dos ambulancias. Un anuncio sólo de lo que puede ocurrir hoy tras la hora de la oración, cuando los manifestantes vuelvan a congregarse en otra multitudinaria marcha, que esta vez no parece que vaya a limitarse a la plaza Tahrir.

Va a pasar mucho tiempo antes de que los egipcios olviden el desafío acartonado del rais aferrándose anoche a un poder que ya no es suyo. A media tarde, la claudicación se daba por hecha con un comunicado del Consejo Supremo del Ejército, que —reunido en «sesión permanente» sin la presencia de Mubarak— pronunciaba su apoyo «a las legítimas demandas del pueblo».

Las expectativas sobre una inminente claudicación del «rais» y la entrega de su poder al vicepresidente, Omar Suleiman se habían disparado previamente con una súbita cascada de mensajes que anunciaban el triunfo de la revolución. «Los manifestantes han ganado» era la frase definitiva del secretario del gobernante Partido Nacional Democrático (PND), Hasan Badrawi, que difundía la cadena BBC. Incluso la CIA, a través de su jefe, Leon Panetta, daba por hecha la salida inmediata de Mubarak y manifestaba la esperanza de que se facilitara «una transición ordenada dentro del país».

Todo indica que en este momento hay una dualidad de poderes. El presidente, que se aferra al cargo. Y el Ejército, que en teoría habría tomado el control del país. En un gesto completamente irregular el Consejo de las Fuerzas Armadas se reunía ayer sin el presidente. Y emitía una notificación con el encabezamiento «Comunicado número 1», que sugería los modos de un golpe de Estado militar. En el texto reiteraban su apoyo «a las legítimas demandas del pueblo» y se declaraban concentrados «en sesión permanente para estudiar las medidas que es posible adoptar para preservar la patria, los logros y las ambiciones del gran pueblo egipcio».

Pero, cuando se esperaba que presentase su dimisión, en una confusa intervención en la televisión, Mubarak anunció que traspasaría poderes al vicepresidente Suleiman , pero que él nunca se marchará del país. Aseguró que se mantendrá en la presidencia. E incluso se ofreció a seguir pilotando las reformas necesarias para el cambio. Además, de insistir en que nunca se marchará del país y que «será enterrado en Egipto».

Nada de extrañar entonces que los manifestantes de Tahrir gritaran: ¡Márchate!» mientras arrojaban zapatos a mansalva. En la plaza de las protestas, en el corazón de El Cairo hirviente de corros, de banderas batiéndose entre vientos de libertad se rugía «Civil, no militar. No queremos militares», en un intento por empujar el futuro inmediato del país hacia un traspaso negociado con las fuerzas democráticas y no a la posible ruptura de la legitimidad institucional que supondría el imperio del Ejército. El establecimiento de una Ley Marcial, que algunas voces daban por segura, implicaría eludir los procedimientos constitucionales para elaborar una nueva Carta Magna y la convocatoria de elecciones.

El Ejército, después de todo, ha sido siempre el que ha tenido el control político de Egipto ya desde el golpe militar de 1952, que entregó el poder a Nasser. El propio Mubarak es militar de formación. Fue jefe de la Fuerza Aérea antes de convertirse en el «rais». Aunque, después, cambió el uniforme por el traje de civil. Y pasó a confiar más en la Policía y fuerzas represoras a medida que se régimen se hizo más autoritario.

«En el mejor de los casos —estimaba el experto Anthony Skinner, de la consultoría política Maplecroft— Suleiman se haría cargo y habrá una transición acelerada a la democracia. En el peor, esto se convertirá efectivamente en un golpe militar y, probablemente, entonces no estarán interesados en esa transición democrática». Claro que ahí sigue Mubarak, aferrado a la poltrona, para seguir complicándolo todo. Una situación que amenaza con crear profundas divisiones.

«Parece un golpe de Estado militar», insistía en nombre de la mayor fuerza opositora del país, los Hermanos Musulmanes , Essam al-Eiran. «Estamos preocupados y ansiosos», declaraba, cuando la tensión irresistible de la tarde daba otra vuelta de tuerca al aparecer unas declaraciones del ministro de Información en las que adelantaba que no había garantía alguna de la salida de Mubarak. Nadie le hizo entonces mucho caso, pero tenía razón.

Tras dieciséis días seguidos de protestas sin descanso, ayer jueves Egipto parecía el del adiós de Mubarak, pero no lo fue. Fue una vez más el día del estallido y la frustración popular. Las graciosas concesiones del régimen desde que arrancaran las revueltas —cambio de Gobierno, comisiones para reformar la Constitución, ofertas de diálogo con algunos, subida de las pensiones— han sido despreciadas en la calle como parches inútiles. A este malestar se sumaba el martes una corriente de huelgas por todo el país protagonizadas por trabajadores públicos y privados en exigencia de dignidad y de mejores salarios.

Huelga en el Canal de Suez

Pararon los empleados del Canal de Suez, una ciudad donde ayer se masticaba la ira y la rabia contra el régimen. Pararon también los funcionarios de los transportes estatales y la red ferroviaria, el cuerpo de Administración de numerosas facultades universitarias de El Cairo y los artistas. Se barruntaba una tormenta cívica en la manifestación programada para hoy viernes, una protesta que se preparaba entre el despliegue amenazante de columnas de tanques y vehículos de infantería mecanizada que permanecían aparcados en los barrios próximos al centro del Cairo como Ciudad Nasr.

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