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Vivir de la basura

Unos 15 millones de personas se ganan la vida buscando en los vertederos de todo el mundo plásticos, hierros y cartones para reciclar

PABLO M. DÍEZPABLO M. DÍEZ

Botellas de plástico rotas, latas de Coca-Cola vacías, cartones arrugados, zapatos con las suelas agujereadas, muñecas sin brazos, camisas hechas jirones, muebles descascarillados, televisores rotos, neveras desvencijadas, ordenadores destripados, cables pelados, hierros oxidados… Para nosotros, todo esto son sólo desperdicios: restos que ya no nos sirven después de haber sido usados y que hay que tirar al cubo de la basura. Para ellos, son su sustento, su fuente de ingresos, el «maná» escupido del cielo que les ayudará a sobrevivir un día más. Pero solo hasta mañana, cuando tengan que volver a escarbar entre montañas de desechos.

Ellos son los 15 millones de personas que, a juicio de la ONG ecologista GAIA (Alianza Global Anti-Incineradoras, en sus siglas en inglés), se ganan la vida rebuscando en los vertederos. La mayoría se concentra en los grandes estercoleros surgidos junto a las megalópolis que han crecido en los países en vías de desarrollo de Asia, Latinoamérica y África, donde a veces conviven el lujo más obsceno con la indigencia más descarnada.

Es la miseria absoluta de quienes no tienen nada más que las sobras de los ricos o de los que son un poco menos pobres que ellos. Así ocurre en el vertedero de Belgachia, en Calcuta. A las afueras de esta caótica urbe de 16 millones de habitantes, cuyos edificios de la época colonial británica se están viniendo abajo, se ha formado un auténtico pueblo de 5.000 habitantes alrededor de una colosal montaña de basura. Entre enjambres de moscas y hediondos montículos de desechos, en la cima ondea orgullosa una raída bandera de la India.

Con los motores humeando, unos 150 camiones cargados de residuos trepan cada día a duras penas por la cuesta de la colina. A su paso, las desgastadas ruedas levantan una nube de polvo y espantan a las piaras de cerdos que hurgan con sus hocicos ruidosamente entre los desperdicios. Al final del camino, donde vacían su apestosa carga para seguir rellenando el terreno, les espera Shila Devi, una mujer que lleva 15 de sus 40 años trabajando en el vertedero de sol a sol.

De sol a sol

Desde las seis de la mañana hasta las ocho de la tarde, y envuelta en su sucio y descolorido sari, se saca al día unas 40 rupias (60 céntimos de euro) recogiendo con su inseparable garfio plásticos, papel, hierro y cobre. «Esto es horrible, pero es mejor que morirse de hambre», resopla con dificultad Shila, quien tiene tres hijos a los que intenta librar del infierno del estercolero. «Espero que estudien y no acaben aquí, pero terminarán como yo si no encuentran nada», se lamenta por su mala suerte, que solo le ha deparado «un billete viejo de 5 rupias como el objeto más valioso que he encontrado en todos estos años».

Varios metros más allá, cinco niñas de unos 13 años separan la basura bajo un toldo que las protege del intenso sol cenital, pero no del asfixiante calor que se mezcla con las emanaciones de gases, sobre todo metano, que despiden los residuos en descomposición. Solo una, Rani Sao, va al colegio, porque las demás se pasan desde las ocho de la mañana hasta las cinco de la tarde amontonando botellas de plástico, latas, chancletas, bolsos y carteras. Por tan ingrata tarea, y comiendo sólo un poco de arroz con verdura y «chapati», no ganan más de 20 rupias (30 céntimos de euro) diarias.

Por cada kilo de plástico, las empresas de reciclaje pagan 6 rupias (9 céntimos de euro), mientras que el papel se cotiza a 1 rupia (1 céntimo) y el precio del hierro sube hasta las 9 rupias (14 céntimos). Ese es el valor puramente monetario de la basura en el mercado pero, según GAIA, los buscadores de desechos desempeñan una importante labor medioambiental porque salvan 17 árboles por cada tonelada de papel que juntan.

Con la vista puesta en la próxima cumbre de la ONU sobre el cambio climático en México, la ONG reivindica el reciclaje frente a la proliferación de incineradoras eléctricas en el Tercer Mundo. Aunque la mayoría de ellas han sido financiadas por los países ricos mediante la compra de los «créditos al carbono», resultan muy contaminantes por la liberación de gases de efecto invernadero.

Según explicó Neil Tangri, de GAIA, en una reunión preparatoria de la cita de Cancún celebrada en la ciudad china de Tianjin a principios de octubre, «las incineradoras eléctricas emiten un tercio más de dióxido de carbono que las plantas de carbón para producir la misma cantidad de energía; así que no sólo contaminan, sino que además limitan el reciclaje y acaban con la única forma de vida de los más pobres entre los pobres».

Respirar aire podrido

Tanto en Belgachia como en Stung Meanchey, el estercolero enclavado a las afueras de Phnom Penh, la capital de Camboya, los buscadores de basura temen sus anunciados traslados. Desde Chhoum Mehk, un niño de 14 años que nació en este vertedero, hasta Phoung Pha, una mujer de 60 años con nueve hijos y un marido tuberculoso, pero alcohólico. «Esto es asqueroso y aquí nos jugamos la salud por el aire podrido que respiramos y porque a menudo nos cortamos con cristales o nos pinchamos con jeringuillas, pero aún debo pagar el colegio de algunos de mis críos y ya estoy muy mayor para seguir trabajando como lavandera», indica Phoung removiendo la basura con el garfio de hierro que portan todos los escarbadores.

Por 4.000 riels (1 euro), la anciana se pasa 12 horas bajo la lluvia de residuos que arrojan los 200 camiones venidos cada día desde Phnom Penh. Junto a ella, como fieras hambrientas, cientos de buscadores necesitan la basura que otros tiran para vivir.

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