Suscribete a
ABC Premium

Hermano Hitler

«UN hermano... Un hermano un poco desagradable y bochornoso. Lo saca a uno de quicio. Sin duda, un pariente embarazoso...» Pero un hermano. Idéntico, en el fondo, al fondo de cada una de nuestras mentes alemanas, ese payaso sangriento que se llama Adolf Hitler. ... Thomas Mann, en 1939, tiene el coraje extremo de decirlo. Muy pocos lo hicieron. Hitler no era una excepción ni una rareza del alma alemana. Era su destilación casi perfecta. De ahí -y sólo de ahí- su potestad ilimitada para lo más abominable, aquello que nadie hubiera, en frío, osado planear un par decenios atrás. Dos años antes de que la «solución final» sea desencadenada por el Führer, el autor de La montaña mágica y El Doctor Fausto sabe que lo peor es ya inevitable. Sabe que, en la potestad del «Hermano Hitler», los monstruos del inconsciente centroeuropeo van a transitar la frontera tan tenue que separa las pesadillas de la historia. Aquel horrible anhelo de matar, que late siempre bajo el falso sosiego de la cultura humana, el mismo al cual el gran Sigmund Freud viera alzar la cabeza en la Gran Guerra de 1914 como prueba de que «nada desea más un humano que dar muerte», está a punto, cuando Mann publica Hermano Hitler, de alcanzar su monumento: el proyecto de negar condición humana a un pueblo entero, y luego exterminarlo. Quedó a mitad, por culpa de aquellos bobos americanos que hicieron al Führer alemán perder su guerra sagrada. Pero fue meritorio: seis millones de judíos volaron con el humo de los campos. Y los campos siguieron funcionando hasta el día mismo en que las tropas aliadas los tomaron, uno a uno. Era el proyecto teológico. El más trascendental en la misión purificadora del Hermano Hitler.

Artículo solo para suscriptores

Esta funcionalidad es sólo para suscriptores

Suscribete
Comparte esta noticia por correo electrónico
Reporta un error en esta noticia