Alec Baldwin no es nadie sin Tina Fey
Noche de pajaritas grandes y estrellas pequeñas. Y menos mal que estaba Meryl Streep, que cumple en los Oscar la función salvadora que Penélope Cruz desempeña en los Goya. Es el espíritu de «Campo de sueños», la película de Kevin Costner (en lugar de «Si ... lo construyes, él vendrá» tenemos un «Si la nominas, ella vendrá»). No merece la pena hablar de Lauren Bacall (honorífica y previa) porque la pusieron en las filas de atrás del corralito VIP y cortaron inmediatamente el aplauso.
Noche de vestidos opulentos que podrían haber parecido excesivos a Escarlata O´Hara y de talento escaso en los chistes (en el guión sigue Bruce Vilanch, ¿qué esperamos?). Vera Farmiga parecía que se hubiera equivocado de película porque su vestido era en 3-D, como esas plantas de Pandora que al tocarlas desaparecen.
Sobre el papel, Steve Martin y Alec Baldwin prometían grandes cosas. Sobre el escenario se quedaron cortos (los pantalones de Martin, anchos). Lo mejor estaba grabado y fue la pieza que parodiaba «Paranormal Activity».
Del resto, quizá se salvó ese momento cuando Baldwin llamó «recortable» a «Avatar» o lo de «Aquí los Malditos Bastardos y aquí la gente que ha hecho la película». Si Tina Fey (o el equipo de «Saturday Night Live») no están detrás de Alec Baldwin su gracia flojea. Y eso que el principio de la ceremonia fue esperanzador, con todos los nominados a mejor actor y actriz en el escenario (y ese contoneo de Gabourey Sibide). Con el «Hooray for Hollywood» sonando, canción que se repetiría a lo largo de la noche.
Pero lo que apuntaba a producción de la Metro, a coreografía de Busby Berkeley, a sabor de «Pennies from Heaven» se diluyó ya con la aparición del otras veces robaescenas Neil Patrick Harris y su horrible canción. Pobre.
Y el espectáculo fue a peor. Salvo las excepciones del duólogo, el clip de películas de terror (pese a los presentadores acnéicos) y algunos detalles en los que nada tenían que ver los responsables de la gala. Por ejemplo, el ritmo con el que Jeff Bridges subió las escaleras.
O cuando Michelle Pfeiffer, con sus elogios, le puso los ojos húmedos. Barbra también se emocionó con Bigelow, y Oprah Winfrey hizo llorar a Gaby Sibide, sentada en una esquina con suficiente espacio para no aplastar a alguien con los brazos (a Gaby puede que no le cuelguen como a todo el mundo a lo largo del cuerpo, pero a Alec Baldwin tampoco).
Cómo sería la ceremonia de chunga que uno de los momentos más emocionantes fue el homenaje a John Hughes, con las apariciones de Molly Ringwald, Ally Sheedy, Matthew Broderick o un despeinado Macaulay Culkin. Aunque Sarah Jessica Parker, con ese moño entre Joan Crawford en los 60 y Raquel Bollo en «Sálvame Deluxe», también salió despeinada, además de morena de bote y con un chanel del que Tom Ford debía de estar pensando «no tengo nada que ver con esto, you know».
Por no hablar de las chapuzas: no hubo un plano sobre cómo Cameron felicitó (o no) a Bigelow; Tom Hanks presentó el Oscar a mejor película en modo fast forward, y en los muertos pasaron de Farrah Fawcett y Bea Arthur, que han hecho más cine que Miley Cyrus, digo yo.
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