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Cueste lo que cueste

EN la Roma clásica distinguía a los miembros del Senado la virtud de la sensatez y la prudencia, pero en nuestra empobrecida

EN la Roma clásica distinguía a los miembros del Senado la virtud de la sensatez y la prudencia, pero en nuestra empobrecida democracia los senadores son en su mayoría mediocres políticos a medio amortizar a los que todavía deben algún favor los aparatos de sus respectivos partidos. Sin mayor operatividad a falta de una reforma constitucional que le dé algún sentido, la Cámara Alta languidece como presunto ámbito de un debate territorial que suele derivar, ante la indefinición de competencias, en refugio de extravagancias a la mayor gloria de un nacionalismo indesmayable para el que no hay detalle que carezca de importancia si refuerza su imaginario simbólico de la nación de naciones. La última de ellas, por ahora, ha sido la iniciativa de contratar un servicio de traducción permanente para las lenguas cooficiales con el objeto de que sus señorías periféricas puedan a todas horas expresarse en ellas... y el resto entenderlas en el único idioma común que todos comparten.

Habida cuenta de que tal Babel lingüística, propia del Parlamento Europeo, ocasionará un notable gasto suplementario, los proponentes -todos ellos nacionalistas y miembros del PSC, que viene a ser una redundancia- arguyen que se trata de un derecho y que los derechos «no tienen costes» (sic), por lo que exigen no reparar en ellos; incluso una representante vasca se ha mostrado partidaria de llevar adelante el expediente «cueste lo que cueste». Cuestión -o coste- de principios, pues, aunque principio por principio quizá conviniese hablar un poco del principio de austeridad pública, y derecho por derecho podría la brillante minerva euskaldun considerar también el derecho de los contribuyentes a que no se dilapide su siempre escaso dinero.

En la actualidad, el Senado ya cuenta con traducción vernácula en varios debates de política autonómica (al precio aproximado de 7.000 euros por sesión), algún discurso del presidente y los escritos de los ciudadanos, por lo que no puede decirse que se trate de un derecho laminado en la Cámara. Ocurre que existe en España una lengua común en la que todos los españoles pueden entenderse, y con arreglo a tal principio y al de la economía pública no cabe considerar la inversión en un servicio de interpretación universal y permanente sino como un despilfarro. Pero qué sentido tiene hablar de derroche a quienes han hecho del dispendio un sistema, gastando en políticas identitarias caprichosas y a menudo excluyentes millones de euros que detraen sin remordimiento de los servicios básicos para apuntalar su obsesivo designio de «construcción nacional». Se trata de los derechos, ya saben. Y en la España pseudofederal del zapaterismo rigen unos derechos para los nacionalistas y otros para el resto de los ciudadanos. Incluido, por supuesto, el derecho a priorizar lo superfluo. Cueste lo que cueste.

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