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Fanatismos

EN la España de antes de 1959 -escribió una vez Andrés Trapiello-, todo el mundo, tanto en la ciudad como en el campo, se despertaba con el canto del gallo. No lo recuerdo, pero es posible que así fuera, incluso en Bilbao, o, sobre todo, en Bilbao, donde la estrechez de espacio imponía la contigüidad del caserío y la fábrica. En 1959, según Trapiello, nos volvimos, los españoles, irremediablemente modernos. Pero no nos levantamos convertidos en demócratas con despertador digital.

En 1959, hace cincuenta años, en Bilbao, se fundó ETA, y, en ese mismo año de 1959, también en Bilbao, la policía franquista detuvo a un buen número de militantes de Euzko Gaztedi, la organización juvenil del PNV. Entre los jóvenes nacionalistas que se libraron de la redada y consiguieron escapar a Francia, se hallaba Iker Gallastegi, hijo del que fuera fundador de Euzko Gaztedi en 1904, Elías Gallastegui o Eli Gallastegi, Gudari, que lideró el sector independentista más radical del partido hasta la guerra civil, cuando su actitud contraria a tomar parte en una bronca ajena (entre españoles, o sea, maketos) le enajenó las simpatías de sus propios seguidores.

En 1959, Iker Gallastegi, influido por los planteamientos de los republicanos irlandeses, era partidario de iniciar la «lucha armada» contra el franquismo, concebido como un avatar histórico de la eterna España que había intentado avasallar a los vascos desde el Neolítico superior, poco más o menos. Pero la historia fue por otro camino, y los que iniciaron la escalada violenta fueron sus rivales de ETA, gentes que, en buena parte, venían de familias franquistas, como José Luis Álvarez Emparanza, Txillardegi, o Javier Echevarrieta Ortiz. Los únicos militantes de las juventudes del PNV que se pasaron a ETA fueron los que, entre 1969 y 1972, escaparon del control de un joven e inexperto dirigente que pretendía pastorear la rama juvenil del partido desde Caracas, donde estudiaba Sociología con los jesuitas. Iñaki Anasagasti nunca ha superado el trauma. Esa ETA reconstruida por los alevines díscolos del PNV fue la que engrosarían, ya en los años de la Transición, unos cuantos descendientes directos de Elías Gallastegui, hijos y sobrinos de Iker Gallastegi, como la tristemente célebre Irantzu, señora de Txapote, que tomó parte en el asesinato del concejal de Ermua, Miguel Ángel Blanco.

La Audiencia Nacional acaba de juzgar, esta semana, a Iker Gallastegi (o Manuel Gallastegui), de ochenta y tres años de edad, acusado de un delito de apología del terrorismo por unas declaraciones verdaderamente estúpidas y repugnantes conseguidas por algún audaz reportero de una cadena de televisión y denunciadas al momento por una patriótica plataforma. Tales declaraciones son obviamente punibles, pero los hijos de Eli Gallastegi ya han hecho méritos suficientes para arruinar las vidas de los suyos y, de paso, las propias. Es cierto que su pedagogía familiar del odio ha destruido otras vidas ajenas a su clan, y uso la palabra clan a conciencia, porque Iker Gallastegi no es un líder fascista, sino el patriarca de uno de los últimos clanes montaraces de fanáticos que quedan en Europa, pero me provoca un hondo desprecio la caza del fanático cuando es guiada por la venganza combinada con otro fanatismo, aunque sea el de la ley. Y cuando, además, es tan fácil y barato, porque bastaría con prodigar entrevistas televisivas a padres y abuelas de etarras para llenar las cárceles, si eso es lo que se pretende. En fin, unos cuantos demócratas demasiado nuevos deberían aprender que la libertad no se defiende fusilando a la madre de Cabrera.

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