Semprún, como no estando
QUEDA, pasado el tiempo, el rostro que en nuestro rostro esculpimos. La mayor parte de las veces, mientras decíamos estar haciendo cosas trascendentes y que, al fin, se revelaron vanas, cuando no detestables. Casi siempre, sin percibir que laborábamos nada más que para el espejo. Y que sólo en la lucha con el espejo se jugó lo moralmente decisivo.
Carlos Semprún construyó los minuciosos rasgos de aquel que ha pasado del otro lado hace ya mucho. Y que puede ser, así, tan distante y tan cercano: lo mismo. Y sonreír con un desdén que a nada ofende, porque es el homenaje de quien sabe que nada hay en el mundo de los hombres que no sea desdeñable. Para esa autonomía en el sosiego, se exige un larguísimo recorrido. Y unos ojos abiertos al momento. No a la historia, en la cual todo se desdibuja en lo solemne. Al momento gozoso y terrible en el cual lo que acontece nos hace y, por igual, nos deshace. Y es ese deshacerse, al cabo, lo que de verdad importa. En lo moral: lo estético. No hay búsqueda de identidad tras de la cual no lata una apenas oculta tentación homicida. La generosidad -tan rara- de ser hombre se apunta sólo en el tránsito de todos los errores. Porque el error probablemente sea, de un modo muy elemental, haber nacido. Y saberlo. Saber que cuanto hagamos va a estar siempre horadado por esta incertidumbre: saber que toda acción es una apuesta; saber que no hay apuesta en la cual el relámpago de la derrota no prime sobre las demás posibilidades. La verdadera percepción trágica de la vida es glacial, matemática. Demasiado primordial para ser apuntada de otro modo que en la arruga que trunca apenas el vértice de una sonrisa. Como Nerval, y Barbey d´Aurevilly, y Villiers de l´Isle Adam -y Baudelaire antes que ellos- supieron, no existe más héroe trágico que el dandy.
Carlos Semprún -tan excesivo deliberadamente en la escritura- poseía esa contención estética del dandy, en una plenitud hoy olvidada. Biografía, por supuesto. No sólo: hay que saber triturar la propia biografía, despedazar todo aquello que un día amamos, despedazarnos con ello, es lo esencial, para que esa distancia de todo amar, todo ver, todo saber del otro lado de un vidrio infranqueable, ponga su verdadero rostro a la dura apuesta moral en la cual -sólo en la cual- se juega una vida de hombre, y, al fin, se pierde, porque perder es la cifra exacta de este juego. La loca apuesta moral: la inteligencia. Hace falta haber sido un niño contra el nazismo. Haber corrido el riesgo y la aventura maravillosos de la vida clandestina. Haber fantaseado mundos exentos de dolor, de humillaciones, de amos. Haber descubierto un día que todo era mentira. Haber sabido contemplar el esplendor de los añicos en los cual saltó la propia vida. Haber sabido entonces que aquel que dice «yo» dice tan sólo engaño, si no sabe que ese «yo» queda siempre, al decirlo, en el instante mismo de decirlo, «en tierra, en humo, en polvo, en sombra, en nada». Y que sólo quien sabe ver así desmoronarse todo lo suyo aprende, de verdad, a alzar la sonrisa como una bien medida obra de arte. Y, luego, prenderle fuego.
Ni un icono quedaba en el fondo de aquellos ojos que, iconos, los habían visto todos. Que incluso habían rendido culto, en el curso del tiempo, a algunos de ellos. Y, ya libres de herencia, los ojos de Carlos Semprún escrutaban con el cortés descaro de quien se ganó a un alto precio ese derecho. Mirar. Decir lo que te venga en gana. Despreciar sin disimulo. Injuriar, si es preciso. Y todo ya como no estando. Queda, pasado el tiempo, el rostro que en nuestro rostro esculpimos. Salto sobre nuestra sombra. Nada.
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