Ginsberg, la palabra del chamán

Pocos como el poeta de «Howl» encarnan la lírica en llamas de la Generación Beat

Ginsberg, la palabra del chamán ABC

MANUEL DE LA FUENTE

¿Ángel o demonio? ¿Promiscuo libertino o héroe de la revolución rosa? ¿Poeta imprescindible o poetastro lenguaraz? ¿Prestidigitador de la palabra o o histriónico embaucador? ¿Hechicero del verso o curandero de las sílabas?

Allen Ginsberg rompió unos cuantos moldes de la literatura del ... siglo XX cuando en 1957 publicaba su molotov poético: «Howl» («Aullido»), el estallido desgarrador de un torrente lírico escrito a ritmo de be-bop, cuya dinamita literaria no se recordaba desde las primeras y certeras andanadas surrealistas. Pero su libro y él mismo como creador han estado a menudo bajo sospecha. Su delirio verbal no siempre ha sido bien recibido entre los poetas de lo cuerdo.

Ginsberg fue la Generación Beat en primera persona. Fue sus visiones, sus abundantes sueños y sus también numerosas pesadillas (a menudo inducidos e inducidas por drogas demoníacas como el peyote).

Fue el dedo libertario metido en la llaga del capitalismo occidental (memorables sus «Blues del Banco Mundial»), la hoguera que prendió entre los terrores a la Guerra Fría y el Apocalipsis nuclear, el profeta de la desolación en «La caída de América» , hippie antes que los hippies, cantor protesta mucha antes que las respuestas estuvieran en el viento.

Pero fue también el bardo que le cantó al sexo a quemarropa, fue quien recogió el testigo del verso bíblico y telúrico de Walt Whitman, el de la barba en flor, el que continuó la brega renovadora de William Carlos Williams (el poeta que escribía al ritmo que le dictaba la respiración), el tremendista que le hizo desayunarse a América sus «Sandwiches de realidad».

Y fue el juglar desmesurado, el colega que compadreaba con Dylan ante la tumba de su amigo Kerouac, el barbudo que amó intensísimamente al que también fuera protagonista (Dean Moriarty) de «En el camino» del propio Kerouac, aquel Neal Cassady más bonito que un San Luis.

«Cassady, el de las seis mil mujeres, Cassady el Adonis de Denver» , le cantó, el joven poeta que en trance mira los retratos de Poe y de Baudelaire prendidos en su nevera, el cantor de aliento ancestral que hacía de sus recitales (youtube es testigo) un espectáculo demiúrgico, una fiesta de las almas y los cuerpos, como aquella de una noche de diciembre de 1993 en el Círculo de Bellas Artes de Madrid, con un pequeño armonio entre las manos, cantándole a Blake y cantándose a sí mismo: el chamán y la tribu en trance, poseída por el Belcebú de la palabra.

Artículo solo para suscriptores

Accede sin límites al mejor periodismo

Tres meses 1 Al mes Sin permanencia Suscribirme ahora
Opción recomendada Un año al 50% Ahorra 60€ Descuento anual Suscribirme ahora

Ver comentarios