EL SITIO DE MI RECREO
Javier Armentia, director del Planetario de Pamplona: «Seguimos tan supersticiosos como hace 3.000 años»
Legaire (Álava) ha cambiado poco en tres milenios. Sus habitantes subían a la sierra en verano con el ganado y desde ella miraban al cielo. Dos escenas que se repiten hoy
Javier Armentia, director del Planetario de Pamplona: «Seguimos tan supersticiosos como hace 3.000 años»
En tres mil años, el bosque de hayas de Legaire no ha cambiado apenas. Hoy podemos ver un paisaje muy parecido al que veían quienes construyeron el crómlech (o círculo de piedra) junto al que posa Javier Armentia, astrofísico y director del Planetario de Pamplona. ... Tampoco es muy diferente el cielo que miraban cada noche aquellos pastores prehistóricos, cuando descansaban al raso, del que ven ahora sus homólogos actuales cuando cuidan el ganado en verano.
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«En esencia veían lo mismo. Hablamos del cielo que veía también el Homo anteccesor en Atapuerca. No es muy diferente porque los periodos en los que cambia se miden en millones de años. Y como la historia del ser humano es tan corta ahora vemos el mismo cielo nocturno que los que levantaron este crómlech de Mendiluce. El paisaje tampoco era muy diferente, pero las estrellas eran las mismas y eso da vértigo pensarlo. Y me gusta contarlo», explica Javier. Y en especial le gusta decírselo a los chavales de la Ruta Quetzal, en la que él también participa: «Tengo la suerte de poder ir desde el 95 con la ruta Quetzal BBVA . Yo les hablo de las estrellas. Con ellos he viajado por toda América, junto con Miguel de la Quadra, que tiene una mezcla de periodista y aventurero que me encanta».
Bosques de cuento
Los bosques de Legaire, poblados por hayas que hunden sus raíces en suelos fértiles y húmedos, son los típicos de los cuentos de hadas: frondosos y oscuros, cubiertos de musgo, con agua en abundancia. No en vano Urbasa significa «bosque de agua», apunta Javier, en referencia a la sierra que engloba este paraje, situado ya en territorio alavés. En breve se producirá una explosión de color que cambiará el verde dominante por ocres, amarillos, anaranjados y rojizos, con los que las hayas se visten de gala antes de sumirse en el descanso invernal.
Un colorido que permite extasiarse con el paisaje, «recrearse», añadiendo un significado más a los dos que apunta Javier para la palabra que da título a esta sección: «Me gusta este sitio porque aquí te recreas en un doble sentido: el de la pausa para descansar, pero también en el de volverte a poner entero, recomponerte, volverte a crear, re-crearte, como cantaba Antonio Vega», señala.
En «El sitio de mi recreo», del que toma nombre esta sección, Vega desgranaba estos sugerentes versos: «Donde nos llevó la imaginación / donde con los ojos cerrados / se divisan infinitos campos. Donde se creó la primera luz / germinó la semilla del cielo azul / volveré a ese lugar donde nací».
Viaje en el tiempo
Una letra muy apropiada porque aquí hay una «ventana» al pasado, que permite hacer un viaje en el tiempo, aunque solo en sentido figurado. «Aquí, en la zona de Mendiluce, en esta parte alavesa de la sierra, llamada sierra de Encía, en las campas de Legaire, tuve la oportunidad hace unos años de colaborar con unos arqueólogos en el estudio astronómico de un crómlech, un círculo de piedras de hace casi tres mil años. Fue el primero que se descubrió en Álava, en los años 80», explica.
«Aquí se sigue congregando gente en el solsticio de verano»
Del Instituto Alavés de Arqueología le llamaron porque los dos menhires principales, de los cuatro que se habían hallado, estaban orientados en una dirección que no era la habitual: «Coincidía con bastante exactitud con la puesta de sol en el solsticio de verano, momento en el que se pone apuntando a las dos piedras más altas. Esta colaboración fue motivo de reencuentro con esta sierra a la que había ido mucho de crío. Y descubrir que aquí había algo astronómico fue gracioso», explica. Un guiño del destino, quizás...
La gente hoy se sigue congregando en esa fecha, allá por junio, en San Juan, en este ancestral punto. «Es gracioso, porque igual que en Stonehenge, pero a escala más pequeña, suben para coger energía», explica en tono escéptico. Y añade: «Pero este sitio no tiene ni más ni menos energía que cualquier otro paraje de toda esta sierra tan bonita. Seguimos siendo tan supersticiosos como los que ponían estas piedras en medio del monte hace 3.000 años».
Desde su infancia Javier está familiarizado con este paisaje: «Me encantan los hayedos. Cuando era niño íbamos a perdernos los domingos de verano en su sombra fresca. Y aún sigo viniendo. Recuerdo que de crío ésta era una zona donde si no llegabas pronto apenas encontrabas sitio. Nos subía mi padre con el coche y nos sentábamos debajo de un haya porque se estaba muy fresquito», explica resaltando el contraste con los escasos visitantes que había el pasado sábado por la mañana.
Probablemente, argumenta, había poca gente porque el día amaneció nublado, aunque luego despejó y «castigaba el sol». «O porque estamos con el síndrome de septiembre», sugiere, que nos vuelve más inactivos después de las vacaciones. O tal vez sea que barruntamos el otoño y la pereza se apodera de nosotros, como les ocurre a las hayas, que dejan de producir la clorofila que las mantiene verdes y se desprenden poco a poco de sus hojas...
«En el hayedo hay ejemplares que rondan los 400 años. Tienen más de 20 metros de altura y un porte increíble que da al bosque ese aspecto de cuento de hadas», destaca Javier. «Pero es un bosque amable, no es de los que dan miedo. Es una zona bonita, que constituye la reserva Urbasa-Andía en Navarra y Sierra de Encía en esta vertiente alavesa», explica para que nos situemos. El nombre cambia pero el bosque no entiende de fronteras y se repite a ambos lados. Solo una pared construida entre los años de 1920 a 1930, para dar mayor énfasis a los antiguos mojones, recuerda que allí acaba Navarra y empieza Álava, o viceversa.
Punto de observación
Los periodos en los que cambia el cielo se miden en millones de años
Curiosamente, a unos cinco kilómetros del punto que eligieron los antiguos habitantes de esta zona para levantar el crómlech de Mendiluce, casi tres mil años después otros moradores, modernos éstos y provistos de telescopios, han querido también organizar un «asentamiento» para observar el cielo. Aquí, sin contaminación lumínica, el cielo nocturno «al estar más alto, se ve más limpio». Casi siempre. «Cuando acaba el día, uno de los problemas es que al bajar la temperatura se forma niebla en este bosque tan húmedo», advierte Javier.
Y es que esta zona se alza a unos mil metros sobre el nivel del mar. Una de las razones por las que aquí está también el Centro de Estudio de la Patata de Montaña, que por estos lares se encuentra en su salsa. «Encumbrado» en esta sierra, este tubérculo que tiene su cuna en los andres, a 3.000 metros, se libera de pulgones y otros insectos que a nivel del mar le hacen enfermar.
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