ARTES&LETRAS CASTILLA-LA MANCHA
«Niuyores», una doble mirada poética
Poetas españoles visitaron la ciudad de los rascacielos para presentar la revista «Clarín» en el Instituto Cervantes de Nueva York, unas jornadas de literatura y amistad de las que fue anfitrión el toledano Hilario Barrero
«Niuyores», una doble mirada poética
Los poetas José Luis García Martín, el toledano Hilario Barrero, -profesor de Literatura en la Universidad de Nueva York y colaborador de ABC-, y Javier Almuzara presentaron el 8 de enero el número 102 de la revista «Clarín» en el Instituro Cervantes de Nueva York.
García Martín, director de la prestigiosa revista y colaborador también de este diario, subrayó la «independencia de criterio» como la característica más destacada de la publicación, junto con la «apuesta por las voces nuevas», mientras que Javier Almuzara dio a conocer una muestra de su producción inédita y sorprendió por su rotundidad clásica. Hilario Barrero leyó un texto publicado en «Clarín» de carácter «extrañamente premonitorio», ya que fue escrito dos años antes de la catástrofe del 11-S y ya hablaba de la «itálica neoyorquina». Un texto que refleja también la realidad dual de una de las ciudades más bellas del mundo, «niuyor», como lo escribe el propio Barrero al hablar con sus paisanos toledanos. Este es el texto, pues, de «los dos niuyores» del poeta:
«En Nueva York todo es posible: taladro o mordaza, navajazo o mordisco, rosas o diamantes, caviar o bagels con crema de queso, ambigüedad o sumisión, subversión o alienación. Nadie es indiferente a esta ciudad de siete millones y medio de habitantes. Como se sabe una ganga: sesenta florines pagados a los indios. (Su suelo actualmente está valorado en 350 billones de dólares). A la antigua New Amsterdam o se la ama o se la odia, pero nunca se la olvida pues se queda pegada a uno, para siempre, como ese primer amor imposible que jamás se va de nuestra memoria. Y tampoco se olvidan sus gentes que andan deprisa como si fueran a llegar tarde a una cita que no existe, corren para ir al trabajo o para coger el tren de las cinco menos cuarto, o el metro y así evitar en lo posible la caótica hora punta, gente que discute con pasión, empuja o cede el asiento en un vagón abarrotado, ignora y deja que cada uno sea lo que quiera ser».
«Manhattan es la isla que nunca duerme; por eso, a veces tiene la cara sucia, el cuerpo se resiente y el metro, que no descansa jamás, marcha con olor a sangre amotinada. Nueva York es el arma que brilla en la esquina, la sirena policial que despierta a las sombras, un rosario de disparos, la oscuridad tiroteada, maitines para un tiempo de bala, pasajeros en vagones de sombra sin ninguna estación a la que llegar, la suciedad acumulada en las calles, la orina reseca en los andenes, los vómitos florecidos en las esquinas, la soledad como un puñal de seda, y la otra terrible soledad, socavando, taladrando, acelerando la sangre hacia el precipicio. Una ciudad en donde en una noche puedes ser sentenciado a muerte por ese virus cobarde y traicionero que diezmó a sus gentes o puedes ser coronado por quince minutos de fama y caer luego, una vez marchitada tu frágil belleza, en el olvido total. Tan honda es la soledad en la noche neoyorquina que la mayoría de los suicidios se piensan, se planean y se ejecutan en esa hora incierta del alba. A esta ciudad se viene a triunfar, brother; si son superadas las pruebas y resueltos los acertijos serás investido con poder y ambición por una Turandot de piedra verde, reina del puerto, que minará tu alma».
«Pero también en Nueva York se pone el sol con una luz decadente y como de fin de siglo que lame los tejados con saliva florentina, una bocanada de rojos y morados, un sudario de tul en el mármol florido y cada mañana nace otro sol nuevo con alfanje de oro que te arroja a la sorpresa del nuevo día. Y cada día es un milagro que se repite en la Quinta Avenida, cotidiana, pasadizo obligado de turistas en masa, domingueros y suburbanos; en Broadway remozado y pareciéndose cada vez más a Disneylandia; en el Village liberal y amenazado, en Wall Street, una rúbrica de velocidad en el cielo de las finanzas. Y el milagro se repite en fábricas anónimas con oscuros trabajadores que no hablan inglés y son explotados, o en el Port Authority, una activa terminal de autobuses en la calle 42, donde los chaperos buscan unos dólares por un fugaz y, a veces, sórdido encuentro sexual».
«Y después del ‘después’ uno piensa, recordando otras culturas y civilizaciones que sucumbieron, quién será el Rodrigo Caro del siglo XXI que escriba otro poema a esta itálica neoyorquina cuando andando entre sus ruinas vea cómo ‘las torres que desprecio al aire fueron / a su gran pesadumbre se rindieron’. Es decir: cuando la isla de Manhattan se hunda en un sueño de ruinas y de ortigas».
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