Sargadelos: polvos y lodos
Dos fábricas de cerámica y un mastodóntico IGI: demasiado para una gestión que quizá no fue muy profesional ni realista
El sueño de Ibáñez, un emprendedor genial en un país inerte, duró hasta 1875. Más de ochenta años, pues la aventura industrial de Sargadelos arrancó con la fábrica de fundición en 1791, año arriba o abajo. Es muy probable que el sueño de Luis Seoane e Isaac Díaz Pardo, restauradores (con otros, conviene recordarlo de vez en cuando) de aquella incruenta revolución, no alcance la cincuentena. La fábrica de cerámica inaugurada en 1970 parece dar sus últimos estertores, asfixiada por gravísimos problemas económicos: salvo milagros, un ERE ejecutado y un concurso de acreedores en marcha son señales inequívocas de extinción de actividad.
En situaciones así es muy fácil enarbolar la bandera del patriotismo e invocar razones sentimentales, pero una empresa constituida jurídicamente como sociedad anónima, por muy emblemática que sea y por muchos significantes identitarios que represente, no deja de ser lo que es ni moverse en las exigencias y miserias de este mundo: accionistas, dividendos, gastos, ingresos y cuenta de resultados. En tal sentido, el de la contabilidad y la eficacia empresariales, tal vez Sargadelos S.A. haya tenido poca suerte, por decirlo de un modo amable.
Es difícil ser empresario sin tener los pies en la tierra, aunque las tentaciones levitatorias puedan disculparse (e incluso alabarse) con múltiples razones: el país, el progreso, la estética, la sagrada tradición... Demasiados conceptos, demasiados valores, demasiada abstracción. Pero una S.A. que cierra deficitariamente sus balances anuales está abocada a la desaparición o al subsidio permanente con fondos públicos.
Leímos estos días que la suerte de Sargadelos está unida a la eventualidad de conseguir un comprador para el edificio del llamado IGI (Instituto Galego de Información S.A.), un peso muerto nacido de una cierta ingenuidad empresarial, no exenta de irresponsabilidad. Situado a las afueras de Santiago de Compostela, el edificio, de diez mil metros cuadrados, fue construido para albergar la sede del periódico Galicia, un proyecto tan bien intencionado como utópico.
Mediados los años 70 del siglo pasado, con la recuperación de una cabecera histórica, Seoane, Díaz Pardo y otros pensaron en sacar a la calle un diario galleguista y moderadamente de izquierdas que satisficiese una teórica demanda cuantificada en no menos de 30.000 ejemplares diarios. Desde la propia exposición de principios se advertía en el plan un cierta confusión profesional y retórica, expresada en objetivos como el de hacer de la nueva publicación «o xornal, en fin, dunha Galicia electrónica cruzada de lendas» [sic]. Los cálculos empresariales para Galicia contemplaban, de entrada, una plantilla de unos setenta trabajadores, de ellos 29 en la redacción y 15 en la administración del periódico. Como se sabe, las intenciones se quedaron en el terreno de la conjetura, sin más realidad material que el edificio ahora ofrecido en venta. Dos fábricas de cerámica y el mastodóntico IGI: demasiado para una gestión quizá no demasiado profesional. Planteamientos poco realistas, desplome de ventas, acumulación de deudas con entidades financieras, saturación del mercado, escasez de nuevos diseños: de esos polvos vienen estos lodos.
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