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UNA RAYA EN EL AGUA

Los días del chapapote

Casi todos los errores de aquellos días dramáticos fueron de índole política y ocurrieron después del naufragio

Ignacio Camacho

AQUELLA noche, bajo una escalofriante tempestad de viento y agua, al consejero López Veiga lo despertaron a media madrugada. Cuando llegó a Muxía se encontró al alcalde durmiendo y frente a la ría de Camariñas las luces de un enorme barco zarandeado por la tormenta. Era el Prestige. El instinto de gallego curtido en emergencias del mar le zarandeó las entrañas para arrancarle una frase que pasó a la historia: «Aquí va a haber una marea negra del copón». Y la hubo, vaya si la hubo.

A la vuelta de once años es fácil señalar los errores de aquellos días dramáticos en los que nada funcionó como debía. La principal decisión, la de alejar el buque de la costa, sólo tenía una alternativa viable que era la de llevarlo a un puerto seguro. Eso significaba señalar un punto del mapa de Galicia y condenarlo para una década. Sólo había dos posibles: La Coruña o Vigo. El tráfico mercantil o la riqueza pesquera. Alguien optó por enviarlo a altamar y encomendarse a la Providencia. Quien dio la orden, buena o mala, ha salido absuelto, pero el que la decidió no se sentaba en el banquillo.

La sociedad necesita culpables, aunque sea a título de chivos expiatorios, para descargar una parte de su perplejidad y encontrar unas certezas siquiera aparentes ante el desconcierto de las catástrofes. La Audiencia de la Coruña no los ha hallado entre quienes le puso delante una instrucción a todas luces sobrepasada por la magnitud del sumario. Apenas ha salido señalado el capitán Mangouras, reo de un delito leve de desobediencia por remolonear en el arrastre del petrolero. Es probable que nadie pague los cuantiosísimos gastos del desastre. Los modernos piratas mercantiles han salido indemnes.

Casi todos los fallos de aquella crisis sucedieron después del naufragio. Faltó coraje político y sobró sectarismo oportunista. Aznar no tuvo la empatía necesaria para haberse manchado de chapapote junto a los voluntarios que hacían frente a la viscosa marea de fuel. Fraga ya no tenía reflejos. Cascos era demasiado soberbio para admitir responsabilidades. Nadie ha mostrado tampoco contrición por la salvaje campaña arrojadiza de acoso político que aprovechó torticeramente el siniestro. El marrón se lo comió Rajoy, comisionado para enderezar el infernal descalzaperros, y nunca se arrepentirá lo bastante de haber hecho suya la frase que le escribieron en un informe técnico. La de los hilillos de plastilina.

Ahora toca lamentar la ausencia de culpas penales en las que depositar un cierto alivio retrospectivo. Y ese desconsuelo borra la huella del solidario heroísmo civil que fue la clave de los plomizos y convulsos días del chapapote: un pueblo entero a brazo partido contra la calamidad y el caos. Quienes lo vimos jamás lo olvidaremos, pero es una pena que esta sensación de justicia frustrada opaque la memoria de una epopeya tan noble, tan bella, tan generosa.

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