Segunda Guerra Mundial
Te han mentido: las gélidas temperaturas no aplastaron a Napoleón y Hitler en Rusia
Aunque se cree lo contrario, ambos conocían las dificultades de enfrentarse al gélido invierno ruso. Sin embargo, los dos se lanzaron de bruces contra Moscú y retaron a las bajas temperaturas
El misterio de España en la Segunda Guerra Mundial ¿logró un jerarca nazi que Franco resistiera ante Hitler?
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Iniciar sesiónNo eran dos gotas de agua, pero está claro que Napoleón Bonaparte y Adolf Hitler podrían haber protagonizado uno de los muchos tomos que el historiador Plutarco tituló como ‘ Vidas paralelas’ en los siglos IV y V. El ... ejemplo más cristalino se dio durante la invasión de Rusia; empresa que ambos acometieron a pesar de que estaban bien informados de los problemas que tendrían para vencer al rudo ‘ general invierno ’. Diantre, si es que ya lo avisó el mismo zar Alejandro I por carta al diplomático galo Armand Augustin Louis de Caulaincourt allá por 1811: «El francés es valiente, pero las prolongadas privaciones y el mal clima le desgastarán y le desanimarán. Nuestro clima y nuestro invierno lucharán de nuestro nado».
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Es innegable que las bajas temperaturas sirvieron como una suerte de réquiem para ambos. Bonaparte se enfrentó al peor invierno de los últimos 160 años en Europa occidental. De hecho, hasta los propios rusos se sorprendieron al ver que los termómetros bajaban hasta tamaños niveles. Algo parecido le sucedió al ‘ Führer ’, cuyos blindados quedaron bloqueados por los problemas mecánicos derivados del frío y cuyos soldados se congelaron a decenas debido a la carencia de ropa de abrigo. Sin embargo, tan real como esto fue que Napoleón solo combatió al ‘general invierno’ después de tomar Moscú, cuando barruntaba que la campaña estaba perdida. Y lo mismo acaeció con Hitler, ya trémulo en territorio soviético cuando cambió el tiempo.
Napoléon, bajo aviso
El ‘pequeño corso’ no desconocía que, a la larga, tendría que enfrentarse al ‘general invierno’ (la forma educada de denominar a las temperaturas bajo cero que se daban en el este). Sabía lo que se le venía encima. En 1811, Caulaincourt, antiguo embajador galo en San Petersburgo , acudió a París con el objetivo de asesorar a Bonaparte sobre la futura invasión. Según explica Andrew Roberts en ‘ Napoleón, una vida ’ (su extensa biografía sobre este personaje), el diplomático dedicó un día entero a tratar de persuadir al Emperador para que no entrase en guerra. No porque su ‘ Grande Armée ’ fuera inferior a los ejércitos del Zar ni porque sus generales no superaran a los de sus enemigos (los rusos, de hecho, eran considerados unos pésimos militares sobre el campo de batalla), sino por el frío.
Frente a frente con Bonaparte, Caulaincourt le explicó la admiración de Alejandro I por la guerrilla española (cuyas tácticas había implementado entre sus hombres) y los comentarios que le había dirigido sobre la crudeza del invierno ruso. Pero Napoleón estaba obcecado: «¡Una buena batalla acabará con las grandes decisiones de tu amigo Alejandro y con sus castillos de arena!» . Se creía invencible y no entendía que se enfrentaba a muchos más enemigos que la mera infantería de línea de casacas verdes.
En los meses siguientes, Bonaparte hizo acopio de una infinidad de almanaques y obras de otros tantos autores. Y toda la documentación llegaba a la misma conclusión: el verdadero ‘ general invierno ’ no arribaría hasta noviembre. Así lo explicó el cronista de Napoleón, Agathon Jean François Fain, en sus obras: «No se ha desatendido ninguna información, ningún cálculo en esta materia, y todas las posibilidades se han reafirmado. Es diciembre cuando el invierno ruso se vuelve más severo. En noviembre las temperaturas no bajan de los seis grados». Si lograba que Rusia se rindiera antes, el problema estaría solucionado.
Con todo, sabía que jugaba contra el tiempo, pues en obras como ‘La historia de Carlos XII de Voltaire’ (que también había leído) se especificaba que el invierno era tan duro que los pájaros caían congelados sobre el suelo. «Las noches eran extremadamente frías, muchos murieron por la intensidad extrema», reconocía la obra.
Comienza el avance
No hizo caso a los avisos y consideró que, si avanzaba a toda marcha, podría volver a los campamentos de invierno antes de las severas bajadas de temperaturas. Así, la aventura de Napoleón empezó en 1812, cuando envió a 675.000 hombres de su ejército hacia la estepa del este . En principio, la idea era evitar que Alejandro I atacase Polonia, aunque, a la postre, aquel movimiento se tornó en un ataque hacia el corazón de Rusia. Lo que no esperaba el ‘Pequeño corso’ era que sus enemigos evitaran entablar batallas decisivas y que apostaran por una estrategia de ‘tierra quemada’. A saber: retrasar más y más sus posiciones para obligar a los galos a extender en extremo sus redes de suministros. Aquello provocó que las tropas quedasen desabastecidas y que los defensores, por su parte, no sufriesen bajas.
Tras varios meses de avance, Bonaparte dirigió su vista hacia la capital del país. Aquella que los oficiales defensores pensaban que jamás se doblegaría a sus deseos. «Napoleón es un torrente, pero Moscú es la esponja que le absorberá» , llegó a decir el príncipe Mijaíl Kutúzov cuando vio a los galos frente a la urbe. Estaba equivocado. Ante el imparable avance francés, la ciudad fue abandonada en un éxodo masivo, pues apenas se quedaron 15.000 habitantes de un total de 250.000. El 13 de septiembre una pequeña comitiva le entregó, literalmente, las llaves al Emperador. La ‘Grande Armée’ se adelantó entonces decidida al grito de «¡Moscú! ¡Moscú!» para obtener su premio final. Napoleón, por su parte, se limitó a gruñir una sencilla frase: «Allí, al fin, está la famosa ciudad: ¡ya era hora!».
Napoleón entró en Moscú durante la mañana del 15 de septiembre y se instaló, como su condición de Emperador le acreditaba, en el Kremlin. Aunque, eso sí, después de comprobar que no hubiese minas. «La ciudad es tan grande como París y dispone de todo» , escribió a Josefina. A pesar de los incendios provocados por los rusos, el ‘Pequeño Corso’ dio, tal y como él mismo dijo, «el asunto por terminado». Para él, la guerra había acabado en ese momento. Un craso error ya que, aunque gloriosa, la urbe no estaba preparada para albergar las 100.000 almas que traía consigo. A las pocas semanas hubo que recurrir a los muebles para hacer fogatas con las que calentarse y «los soldados subsistían gracias a la carne podrida de caballo». Por descontado, el ejército ruso seguía intacto y bien alimentado en retaguardia.
El invierno y el tifus
Ese mismo octubre, sin alimento, sin energía, sin líneas de suministro efectivas, sin noticias de sus refuerzos y, en definitiva, sin esperanza, Napoleón observó la caída de las primeras nieves. Aquello fue la puntilla de una campaña que ya se había tornado en desastre. Sabedor de que no podía continuar con el enfrentamiento, y antes de que llegara el ‘general invierno’, decidió retirarse hasta Smolensk . Aunque, para entonces, ya había comprendido que la lucha había tocado a su fin. Al menos, por el momento. El 18 de ese mismo mes fue claro con sus generales: «Apresuraos, debemos estar en los cuarteles de invierno antes de veinte días». Para entonces, sin embargo, hacía un sol radiante y el frío todavía no había hecho su aparición.
Según Roberts, acertó, pues a los 17 días comenzaron las duras ventiscas y los termómetros empezaron a bajar. En todo caso, el autor señala que no fue hasta noviembre , con la ‘Grande Armée’ en retirada masiva, cuando las temperaturas bajaron. Además, es partidario de que, aunque se suela obviar, enfermedades como el tifus fueron igual de letales que el ‘general invierno’. Lo que está claro es que esta ‘Grande Armée’ sufrió el puntapié más severo cuando buscaba llegar al cuartel general de Smolensk, región ubicada al oeste del país. A los combatientes les habían prometido que en aquella ciudad podrían recuperar fuerzas para continuar hacia casa. Pero la realidad era que, para entonces, el caos y la desconfianza cundían entre todos los hombres. Características que retrasaron mucho al contingente.
La retirada se convirtió en la pesadilla de Napoleón. A golpe de frío y de ataques cosacos, apenas arribaron a los cuarteles 20.000 hombres. Él achacó toda la culpa al ‘general invierno’. Casi como una excusa. Sin embargo, autores como Jesús Villanueva afirman en ‘ La revolución francesa ’ que «actualmente, los historiadores consideran que, por parte del emperador, existió una fatal imprevisión». En sus palabras, «el alargamiento de las líneas provocado por la frenética marcha a Moscú rompió la cadena de suministros y la estancia en la capital rusa no se aprovechó para preparar a los soldados contra el frío del invierno que se avecinaba». Bonaparte, por tanto, achacó a las inclemencias del tiempo sus propios errores.
Hitler, otra odisea
Poco más de un siglo después, tiempo escaso en los miles de años de historia, Adolf Hitler cometió el mismo error que los franceses. A pesar de que algunos de sus generales más reputados (entre ellos, Heinz Guderian ) estudiaron las expediciones de Carlos XII y Napoleón y desaconsejaron atacar Rusia, insistió en lanzarse de bruces contra la Unión Soviética. Y, para colmo, un mes más tarde de lo que pretendía por verse obligado a intervenir en Yugoslavia y Grecia. Así lo describió el general de la ‘ Wehrmacht ’ en sus memorias: «El renovado estudio de las campañas previas sobre Rusia ponía claramente ante nuestra vista todas las dificultades del teatro de operaciones y demostraba nuestra falta de preparación para tan ingente empresa».
Existen, además, una infinidad de mitos sobre el ‘general invierno’ y su duro golpe contra el ejército alemán. Para empezar, antes de que este arribara, Hitler tuvo que enfrentarse a otro enemigo igual de molesto: el ‘ general barro ’.
Y es que, las lluvias de octubre generaron tal cantidad de lodo que los carros de combate se vieron obligados a detener su avance. El diario de ruta de la 112 división germana así lo atestigua: «El 26 de octubre, el espectáculo que se ofreció ante nuestros ojos fue el siguiente: casi todos los vehículos estaban irremediablemente atascados. Los que no habían quedado atrapados en los pantanos o en los caminos tampoco podían avanzar, faltos de gasolina». En lo que fue una extraña paradoja, los alemanes esperaron ansiosos la bajada de las temperaturas para que los pasos se congelaran y los vehículos pudieran continuar su avance.
Por otro lado, los historiadores militares coinciden en que el invierno avisó a Hitler a finales de octubre. El ‘Führer’ podía haber decidido entonces pasar a la defensiva en las posiciones que ya había tomado. Esperar paciente y asegurar sus líneas de suministros. Pero prefirió retar a las bajas temperaturas y, como ya hiciera Bonaparte, apostar por una campaña rápida para doblegar la resistencia de la URSS.
Y fue entonces cuando el ‘general invierno’ atacó con gran severidad. Los problemas se presentaron rápido por la falta de líquido anticongelante para los vehículos. Armas cortas y blindados quedaron inutilizados. De hecho, según las estimaciones de historiadores como Jesús Hernández, en los primeros meses de bajas temperaturas solo uno de cada cinco carros de combate estaba operativo. Para colmo, la ropa de abrigo era insuficiente y la mayoría de alemanes combatían (y morían) con sus uniformes de verano. Hasta tal punto llegó la ruina, que en noviembre las bajas por frío eran el doble que las generadas en combate. En diciembre, la ‘Wehrmacht’ sumaba ya 100.000 casos de congelamiento. Un auténtico desastre. Pero también la crónica de una muerte anunciada que se podía haber evitado.
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