Marcade raza
Russell Crowe tiene marca de raza, de la ganadería de Hollywood que se nutre de la especie de los no encasillables. Y le sientan bien los papeles cinematográficos, casi tanto más que esa faldita corta y sexy del Maximus de Gladiator. Le sienta bien el cine, porque lo asume desde la naturalidad del camaleón más profesional y efectivo. No fuerza, no sobreactúa. No se lo cree. Eso es fundamental para sobresalir entre tal jauría de competidores. Simplemente está ahí, comiéndose a bocados la pantalla sin hacer aspavientos, mientras suda la ropa y se mueve bien al desgaire, que es justamente donde da la talla de «savoir faire» un actor. Además pasa la prueba de la seducción con creces, porque posee ese toque de encantadora ambigüedad, de atractiva paradoja, que hace de los hombres más duros, ositos de peluche abrazables, o lo que es lo mismo, del tipo camionero que se pone un esmoquin y derrite hasta a una monja. Y hay que señalar, por si quedaran dudas de qué clase de elemento se trata, que si a alguien se parece desde luego no es a Leonardo Di Caprio, porque Crowe es la esencia de lo masculino, recio por fuera y tierno por dentro; que no hay nada que emocione más, y que cause más desmayos, que una mirada melancólica combinada con unas torneadas piernas de gladiador romano.
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