«Varekai», un espectáculo celestial

Un joven cae desde el cielo a un bosque de maravillas escondido en el cráter de un volcán y habitado por seres fantásticos. Se llama Ícaro y puede ser el hijo de Dédalo, aunque tal vez se trate de un ángel vulnerado, o de alguno de los hombres halcón capitaneados por Vulcan que surcan los cielos siderales de Flash Gordon, o, si prefieren una referencia más pop, puede que esté emparentado con el angélico extraterrestre Pygar, tan amigo de Barbarella en el cómic de Jean-Claude Forest. Con una caída desde las alturas arranca, pues, «Varekai», el espectáculo que trae el Circo del Sol en su nueva comparecencia madrileña, tras las epifanías de «Alegría», «Quidam», «Saltimbanco» y «Dralion», si la memoria me es fiel.
«En cualquier lugar»
Al parecer, la palabra elegida para el título significa «en cualquier lugar» en lengua romaní, ese idioma de los hijos de ninguna parte, huéspedes del viento. Y en ese lugar que puede estar en cualquier sitio, es decir, en los territorios sin límites de la imaginación, se desarrolla una gran aventura que encuentra su sentido en el ansia del vuelo, en el afán de superación, en el coraje para vencer las propias limitaciones, que es, al cabo, el gran tema de este espectáculo inspirado en el mito griego y cuyos números esenciales, en sintonía con esas premisas, ofrecen un formidable despliegue de todas las formas, modalidades y argumentos de la acrobacia, esa búsqueda del más difícil todavía en la que podemos encontrar remotas raíces helénicas -en su etimología se suman akros y bat, y vendría a significar «andar de puntillas»- y chinas, desde los tiempos de la dinastía Han, hace más de dos mil quinientos años.
Un espectáculo, como todos los del Circo de Sol, que aúna la exigencia estética y la perfección artística, una doble referencia trenzada en el código genético de esta inagotable compañía mundialmente ramificada. El bosque escenográfico de Stéphane Roy es apabullante, y los figurines de Eiko Ishioka, bellísmos; la diseñadora japonesa, que obtuvo en 1993 un Oscar por el vestuario del «Drácula» de Coppola y que en España concibió también el de «Teresa, el cuerpo de Cristo», de Ray Loriga, realiza un trabajo deslumbrante por su colorido y lo imaginativo de sus formas. La música de Violaine Corradi fusiona atmósferas musicales de los cinco continentes y diversas épocas: rituales hawaianos, melodías medievales, ecos armenios, gospel...
En torno a la espina argumental de la «resurrección aérea» de Ícaro, Dominic Champagne ha urdido un soberbio montaje en el que los números se suceden con minuciosa fluidez. En un programa que es una sucesión de momentos asombrosos por su precisión y belleza plástica, es difícil destacar sólo unos pocos. Citemos, por ejemplo, ese desafío a la gravedad que es el vuelo de Ícaro ejecutado por Mark Halasi; el rigor escalofriante del número de columpios rusos; la gracia suspendida de los ejercicios con aro aéreo a cargo de Leysan Gayazova; los vertiginosos juegos de Ícaro, en los que participan los madrileños hermanos Santos (artísticamente, los Rampin Brothers); los malabarismos con bolos, pelotas de ping pong, balones y gorras con que sorprende Octavio Alegría; el hermoso número de correas aéreas que interpretan Andrew y Kevin Atherton, o la acrobática coreografía con muletas de Dergin Tokmak, sin olvidar a los indispensabes payasos Mooki Cornish y Steven Bishop. Como el Circo del Sol ha convertido la maravilla en rutina hay que decir que, como siempre, ha traído a Madrid una fiesta que los espectadores del estreno ovacionaron incansablemente.
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