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Disciplina y figureo

QUE un diputado rompa la disciplina de voto de su partido debiera considerarse un acontecimiento feliz y desinfectante de ese gregarismo monolítico que rige nuestra política. No hay espectáculo más desolador que el protagonizado por los diputados acatando mansurronamente las consignas que reciben desde los órganos de dirección de sus partidos y acallando el dictado de su conciencia. Nada nos gustaría más que estar representados por parlamentarios que antepusieran su autonomía de juicio a la cetrina disciplina de voto. Pero en la disidencia de la diputada Celia Villalobos detectamos un tufillo de oportunismo y figureo más bien grimoso. No entraremos a enjuiciar la estatura política de la diputada Villalobos, sobradamente divulgada desde los púlpitos mediáticos, pues a la susodicha siempre le ha gustado más chupar cámara y micrófono que a los chivos la teta. Sí recordaremos, en cambio, que la diputada Villalobos fue contumazmente favorecida por el anterior presidente del Gobierno, que llegó incluso a nombrarla ministra, con resultados que piadosamente calificaremos de pintorescos; tampoco convendría olvidar que la diputada Villalobos está desposada con el hombre que mayor ascendiente ejerció sobre Aznar, responsable -siquiera solidariamente- de la deriva autista que adoptó el presidente en la anterior legislatura.

Uno de los síntomas más evidentes de esa deriva fue, precisamente, el empeño en frenar una ley de uniones civiles que hubiese otorgado cobertura jurídica a las parejas homosexuales. La diputada Villalobos, entonces ministra, podría haber mostrado su desacuerdo con el Gobierno asesorado por su marido y del que formaba parte, presentando su dimisión; esto es lo que hizo el ministro Pimentel, en un ejercicio de paladina lealtad a su conciencia, cuando advirtió que la política inmigratoria y laboral que postulaba Aznar no se conciliaba con sus principios. La diputada Villalobos, que ahora no puede reprimir el impulso de votar a favor del matrimonio homosexual, se mantuvo quietecita en la poltrona ministerial, sin mayores conflictos de conciencia, mientras las parejas homosexuales permanecían en el limbo de la alegalidad; y, simultáneamente, su marido seguía cortando el bacalao en La Moncloa. ¿A quién cree que engaña la diputada Villalobos, en el crepúsculo de su carrera, posando de estupenda ante la galería y haciendo alarde de una disidencia que, dadas las circunstancias, sólo le costará una multa de chichinabo? Expresar esa disidencia hace tan sólo unos años, y no sólo de boquilla, sino con actos consecuentes, la habría obligado a aparcar sus ambiciones. Debemos entender, pues, que la diputada Villalobos antepone la conciencia a la disciplina de partido, pero no a sus ambiciones.

El episodio protagonizado por la diputada Villalobos, tan rebozadito de oportunismo y figureo, quizá no requiera mayor glosa. Pero salidas de pata de banco tan demagógicas no se repetirían si la facción opositora no se dejara sobrepasar por los acontecimientos. Y su oposición a una ley manifiestamente injusta que desnaturaliza instituciones milenarias y pisotea los derechos de la infancia habría resultado más inteligible y cabal si, en los años en que gozó de mayoría parlamentaria, hubiese impulsado reformas que otorgasen cobertura jurídica a las parejas homosexuales. La misión principal del Derecho consiste en atender realidades sociales; y, al hacer oídos sordos a una realidad evidente y recluirla en el limbo de la alegalidad, la facción ahora opositora ha colaborado, con su falta de prevención, en el disparate legal que se consumó el jueves. Ojalá este patinazo le sirva de escarmiento, para que cuando gobierne no vuelva a esconder los asuntos perentorios debajo de la alfombra; y así, de paso, evitará el lucimiento de ciertos figurones (y figuronas).

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