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El colegui

Confieso que soy poco querellador. A veces me entra una invencible pereza incluso para defenderme. A lo mejor es que yo también soy «como las gentes que a mi tierra vinieron», me siento al sol o a la sombra, que de las dos cosas hay en el ruedo ibérico, y ahí me las den todas. O me dejo ir cerca de la playa y «que las olas me traigan y las olas me lleven», Machado al canto. Machado, Manolo, claro. Una vez que le hablaron de Antonio Machado, dijo Borges que no sabía él que Manolo tuviera un hermano poeta. Mala leche de ciego. Yo no la tengo de ciego, la tengo de murciano. Tampoco de murciano de dinamita, que dijo Miguel Hernández, el murciano de Orihuela. La mala leche no da tanto trabajo como una querella. Sale sola y sin esfuerzo.

Soy poco querellador, ya digo. Sólo he puesto un par de querellas en toda mi vida, que ya no es corta. Desde lo alto de mi calva tres cuartos de siglo os contemplan. Dos querellas es lo mínimo que uno puede poner después de haber cruzado por lo más inhóspito de la selva. Lo más inhóspito de la selva es el paraje de los arrepentidos, de los conversos, de los que se apresuran a la reacomodación, sobre todo esos que quieren rebautizarse a fuerza, no de golpes que les hundan el pecho a ellos, sino de golpes que te hundan a ti la crisma, qué listos. Y qué cabrones.

Una querella la puse, como director de Epoca, contra Jesús Gil y Gil porque impidió la transmisión por fax de la crónica de un redactor desde un hotel de Marbella, gracias a los servicios de espionaje de un empleado que fue expulsado por aquello. Jesús Gil dijo que el redactor le había hecho chantaje. Pasaba el tiempo y la querella no avanzaba un milímetro en el juzgado. Desalentado y aburrido, desistí. No me divierten el castigo ni la venganza. Como arma de defensa, sólo me divierte la pluma. La otra querella es la de Manglano, que metió la nariz en mis conversaciones telefónicas. También espiaba al Rey, toma nísperos. Jesús Polanco siempre repite en sus medios que yo fui el primer querellante contra Sogecable. Es mentira. Es una mentira goebbelsiana, de «gusano goebbelsiano», que dijo el otro.

Manglano fue condenado en primera instancia. No podía ser de otra manera. Había intervenido a su capricho los teléfonos de todo quisque, empezando por el de Su Majestad. Él o sus muchachos se habían divertido barriendo el espacio radioeléctrico y grabando las conversaciones de españoles destacados o notorios. Las listas que se publicaron son ilustrativas. Y algunas de esas conversaciones fueron filtradas y publicadas en la prensa. Varios de los escuchados nos querellamos, y yo el primero. Hacían tan mal aquellas escuchas que al levantar el auricular se oía el rumor que producía la cinta al pasar o la propia voz repitiendo las palabras grabadas, y yo lo conté en el periódico.

Ahora, la famosa Sala Segunda del Supremo ha designado el tribunal que ha de juzgar el recurso de los condenados. Tres son esos excelentísimos señores: José Antonio Martín Pallín, Joaquín Giménez García y ¡Gregorio García Ancos! Toma del frasco, Carrasco (pobre Carrasco), y mira, mamá, no puedo con esta cántara de agua, ay, yo no sé lo que quiere el negro, a la bulibulibú de la bulibulibancia, y tóquese usted el níspero don Nicanor. ¡Pero, señores magistrados, un poco de rigor, por cortesía, y si no rigor, un poco de disimulo! El señor García Ancos era secretario general técnico de Defensa con el ministro Narcís Serra cuando Manglano era el jefe del Cesid. Allí estaban ambos, Manglano y García Ancos, bajo la manta ministerial de Narcís Serra, quien por cierto tuvo que dimitir por ese asunto de las escuchas. O sea, que para juzgar a Manglano nombran a un colega. «¡Chócala, colegui!».

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