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El oasis catalán se desdibuja

Los últimos siete años de tripartito lastran el desarrollo de la Comunidad

TOMÁS CUESTA

Lluís, en estos momentos la Generalitat somos tú y yo». El 8 de mayo de 1980, Pujol —según confiesa en sus memorias— interpelaba así a su mano derecha, al cíclope bajito, al «més petit de tots», al todopoderoso Prenafeta. En el Palau de la Plaça de Sant Jaume, se desplomaba el telón de la Historia con mayúsculas y se ponía en escena la historieta. A partir de ese momento, Cataluña iba a construirse contra España, «tant si es vol com si no es vol», por fas o por nefas, «peti qui peti». Después del traspaso de poderes, el «Molt Honorable» Tarradellas hacía mutis por el foro aunque la desazón, y la decencia, le impidieran callarse. En una carta a Horacio Sáez Guerrero, a la sazón director de «La Vanguardia», ponía en negro sobre blanco los funestos agüeros que entonces le abrumaban y que acabaron cumpliéndose más pronto que tarde: «Sepa que justo al día siguiente de haber tomado posesión el nuevo presidente de la Generalitat, manifesté que se había roto una etapa que se inició con estrépito, confianza e ilusión el 24 de octubre de 1977, y que tenía el presentimiento de que comenzaba otra que conduciría a la ruptura de los vínculos de mutua comprensión, diálogo y acuerdos que, durante mi mandato, se establecieron entre Cataluña y el Gobierno, y que todo esto nos conduciría a una situación que nos haría recordar otros tiempos muy tristes y desgraciados para nuestro país (...) Sobraban motivos para pensar eso, pero hay uno que hoy es necesario recordar porque contiene la clave del mañana. Usted no ignora que, por encargo del presidente Suárez, fui el delegado del Gobierno para dar posesión de la Presidencia de la Generalitat de Cataluña al señor Jordi Pujol. Con la debida antelación le comuniqué que encontraba normal que en ese acto acabara mi parlamento con las palabras tradicionales de siempre, es decir, gritando vivas a Cataluña y a España. Mi propuesta me parecía lógica, pero, con gran sorpresa por mi parte, no fue aceptada».

Al cabo de treinta años, no hay sorpresas que valgan y el tiempo, aunque la enfermedad persista, nos ha curado de espantos. La Generalitat ya no es cosa de dos, sino que, a fuerza de pretender cuadrar el círculo, se ha transformado en un «ménage à trois» atrabiliario. Hoy por hoy, «Cataluña es una nación que se halla —todavía— dentro del Estado», proclama —paladeando el «todavía»— Joan Laporta, quien, después de regir los destinos del Barça, aspira a conquistar la «champions» de la patria. Porque la patria es algo «més que un club» y los carnés de socio se cotizan al alza. «Sin embargo, Madrid —añade el candidato— es una entelequia constitucional, un artificio burocrático, una especie de gólem cuyo único objetivo es poner palos en las ruedas de la locomotora catalana». Ciertos eran los toros (con perdón), ya se mentó la bicha, ya saltó al ruedo la alimaña. Contra Madrid, contra España... La redundancia eterna, el pleonasmo interminable.

El caso es que, en los tiempos que corren, «hores d´ara», Cataluña ha dejado de ser la vía de penetración de Europa en España y Madrid es un esbozo de megalópolis manchega, una versión 2.0 del poblachón de marras. Pujol, por su parte, interpreta el papel de «avi»: es un trasunto de Macià en la encrucijada milenaria. Y Lluís Prenafeta, el pobre, «el més petit de tots», ha menguado de talla. Ha pasado de la clase «business» al furgón policial, en un penoso viaje por carretera y manta de Barcelona a la Audiencia Nacional cuya duración no habría superado las dos horas y media en un AVE sin escalas. El oasis ya no es lo que era y del boyante mito de una sociedad civil capaz de sobreponerse a los efectos de un régimen cateto, chusquero y agarbanzado, solo quedan las cenizas del prestigio de Millet (el angelito, no el de «El ángelus»), un hombre que convirtió el Palau de la Música Catalana en la cueva de Alí Baba a base de «fer pais» a golpe de talonario. Tras siete años de tripartito, la Generalitat que levantó Pujol sobre el andamiaje de la «construcción nacional» paga las nóminas de funcionarios, profesores y agentes de policía con la emisión de unos «bonos patrióticos» cuyas condiciones son las mismas que las de la deuda griega.

Reflejos darvinistas

A diferencia de lo que ocurre en Cataluña, el interrogante de referencia en Madrid alude al destino, sin atender a las incógnitas de la esencia y la procedencia. Un somero vistazo a las estadísticas económicas avala el éxito del formato político madrileño tanto en lo comunitario como en lo municipal, pese a que los modelos no son (la deuda ofende) estrictamente intercambiables. La presencia del Estado contribuye a relativizar las cargas simbólicas, lo que incide en un discurso de la eficacia como calibre objetivo sobre un plano binario tradicional: izquierda y derecha. La dinámica de fuerzas responde, entre otras, a esa tensión gráfica: desde la forma del Estado al punto de la carne, del crudo al cocido en una escala ideológica gemela a la de las pulsiones partidistas. Sin la carga de los orígenes, el mito fundacional de Madrid agrega a la Villa y Corte las dosis de realidad de una ciudad en la que los reflejos darvinistas desbordan la vieja tradición de chupatintas y cesantes.

La ocupación de oficinas, la actividad logística y la producción industrial sitúan a Madrid por encima de Barcelona y a esta a la altura, cuando no por debajo, de Valencia. Ha resultado que el modelo de Estado previsto para desarrollar la personalidad jurídica y cultural de las «nacionalidades» cumple mejor sus funciones en Madrid que en Cataluña, donde la retórica del diseño se ha convertido en un dictado sociopolítico que abarca de la educación al comercio. Todo se diseña y siempre bajo un modelo de subconsciente colectivo cuyas líneas de fuerza son las del nacionalismo victimista y el discurso de la «nación» «oprimida».

Entre la imposición de un régimen lingüístico en Cataluña y la tendencia a la desregulación administrativa de Madrid, el mercado, el conocimiento y nueve de cada diez inversores optan por un contexto menos sensible que el catalán a los agravios comparativos. Con más o menos precisión, la mirada de la prensa internacional refleja el contraste al describir Cataluña como un laberinto administrativo que oscila entre los imperativos culturales y el cobro regular del impuesto sumergido del «tres por ciento»; entre proteger los “correbous” y prohibir la tauromaquia.

El interminable catálogo de los hechos diferenciales es una de las fuerzas motrices de la política en Cataluña, pero la cosmogonía referencial del catalanismo salta en pedazos cuando a la mayor manifestación de la historia del independentismo —la del 10 de julio contra el Constitucional— le sigue una incontrolada expresión de júbilo popular por el triunfo de la selección española. La insospechada aparición de banderas nacionales en los balcones de media Cataluña no es el camino de vuelta del péndulo sino el efecto de haber apretado demasiado las tuercas. En Cataluña se reducen las zonas comunes y los sentimientos compatibles. Se estrecha la franja central de quienes se sienten españoles y catalanes (con una ilimitada variedad de matices) y se amplían las zonas de sentimientos exclusivos. La hipótesis del independentismo (sostenible, burgués y también de diseño) ha sido respondida desde las fachadas con un mensaje explícito de hartura sublevada que no se conocía en Cataluña desde el manifiesto de los 2.300 a favor del castellano y del recordatorio a tiros que le hicieron a Jiménez Losantos de que las rodillas sirven para arrodillarse. No obstante, el que se haya roto algún tabú no significa que la reivindicación de un concierto económico no vaya a estimular de nuevo la lógica dogmática que convierte los errores propios en ofensas a Cataluña.

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