Cuarto Singuante
Ourensabio
Un buen «ourensabio», eso era Carlos Casares, sin sonajeros y con las cuerdas vocales armonizando conversaciones
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Iniciar sesiónCarlos Casares se fue un día sin hacer ruido, demasiado pronto, como parece cuando alguien a quien aprecias parte para mudar en hechura espiritual. Y con ese sonido desapercibido con el que iba por la vida vuelve de vez en cuando para estar con nosotros: ... por ejemplo, por estas fechas, hace 25 años que ambos hablamos para publicar en Galaxia la primera edición del libro del Metílico en gallego. Cinco minutos fueron suficiente para ventilar el asunto. Unos meses después, estábamos en Santiago presentando la obra con la que hacíamos «justicia social» con las víctimas de aquel envenenamiento. Un buen «ourensabio», eso era Carlos, sin sonajeros y con las cuerdas vocales armonizando conversaciones. Lubricaba con su hablar las tertulias y con su amabilidad, cualquier encuentro. Era —por resumir, evitando ser rimbombante— una buena persona. A lo largo de su vida (y también en su muerte) fue agasajado con premios y medallas, algunas de oro, el metal más apropiado para él no por el valor testimonial o pecuniario, sino por lo que esa palabra significa para a su querida tierra. Oro de Orense, de Auriense, de Ouréns, de Orensanía, de Orensanismo, indefinibles palabras que carecen de sentido excepto traducidas desde el sentimiento. Carlos era, en fin, un latido orensano.
Al igual que el poeta derrama lágrimas en el cuaderno, silencioso adrede, como manda el acto creativo, así transitaba él sorteando vanidades a pesar de los peligrosos territorios que recorría, vecinos muchas veces de idolatrías gratuitas. De hecho, en los elogios, siempre huyó del protagonismo, y aunque sus apellidos tienen 7 letras (el número de la perfección): «Casares», «Mouriño», siempre se consideró un amante del imperfecto; he ahí sus personajes, que a todas horas transitaban por el envés de la vida. Pero de lo que no hay duda es de que Carlos fue un Bueno y Generoso: esas conversaciones, esa hondura de saber..., todo eso que nos transmitió sin fiestas ni timbales.
Estoy seguro de que si hubiese sido emperador de Roma jamás entraría en la ciudad eterna aclamado por las masas; no lo permitiría. Las victorias, para él, nunca justificaban salirse del marco. Buscaría algún viento herido o un atardecer al sol del verano y dejaría los laureles para otros. Fijaos hasta qué punto es verdad lo que digo que incluso le dejó a Dios un sillón azul para sentarse, infinitamente amable como era el mejor narrador de silencios que dio la literatura. Disfruta del trozo de eternidad que te corresponde, Carlos. Lo mereces.
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