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Alumbrado público y devocional en el Toledo del siglo XVIII

Un recorrido por las huellas de los antiguos ingenios creados para mantener los faroles de aceite

Cobertizo de Santa Clara. En el muro izquierdo, los tres cercos que acogían cuadros devocionales. Enfrente, en el muro derecho, la hornacina dispuesta para el trabajo diario de los faroleros
Cobertizo de Santa Clara. En el muro izquierdo, los tres cercos que acogían cuadros devocionales. Enfrente, en el muro derecho, la hornacina dispuesta para el trabajo diario de los faroleros fotos: rafael del cerro
Rafael del Cerro Malagón

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Uno de los diarios afanes de la humanidad es la lucha contra las tinieblas para librarse de miedos y peligros. En el pasado, los interiores se alumbraban con astillas o teas untadas de resina, candiles de sebo y lucernas. Los más pudientes disponían de velas, cirios, palmatorias y candeleros de distintos tamaños. El gasto de aceite y cera era un capítulo sustancial para iluminar los templos y grandes edificios. Sin embargo, en las calles reinaba la oscuridad, solo brillaban los farolillos en las puertas de ciertas instituciones o de alguna ilustre familia junto a una imagen de su devoción. Son ejemplos de esto último, en el Toledo del siglo XVIII, la pintura y el retablito que se adosaron, respectivamente, a sendas casas de las calles Belén y Alfileritos.

En el Setecientos, el nuevo reformismo imponía mejoras urbanas como el aseo de las vías públicas e implantar en ellas el alumbrado. Desde 1765, ante los deseos para montarlo en varias ciudades, el Consejo de Castilla emitió sucesivas instrucciones para autorizar a las haciendas municipales el cobro del oportuno arbitrio. Cada población decidió el modo para colocar farolas, la organización del servicio y los recursos necesarios. Su dificultad y altos costes disuadieron a muchas corporaciones, a pesar de escuchar los cercanos consejos de las sociedades económicas de la época interesadas en fomentar el bienestar y el progreso de la ciudadanía.

500 farolas para la ciudad

Las antiguas Ordenanzas de Toledo (ss. XV-XVI) nada decían del alumbrado público. Solo aludían a los Candeleros de sebo o artífices de candelas y fijaban las normas a seguir por los cereros que elaboraban hachas, cirios y candelas, así como, evitar ceras y pábilos de mala calidad, pues favorecían el rápido consumo de las velas y unas débiles luces. En el siglo XVII, la Corte se había marchado de la ciudad y con ella la nobleza cuyos palacios se trocaban en amplios conventos. En el XVIII, vivían no más de 20.000 habitantes que ya veían la decadencia del potente gremio sedero. En 1761, reinando Carlos III, se creaba como paliativo la Real Fábrica de Espadas. Mientras, en 1765, Madrid estrenaba 4.680 faroles regidos por unas Instrucciones que señalaban el personal necesario para atenderlos, horarios, gastos, recursos, etc. Los faroles se colgaban en palomillas sujetas a la pared a doce pies de altura. Cada empleado atendería una treinta de luces, o más, debiendo acudir con su escalera para limpiar los fanales y rellenarlos de aceite antes de ser encendidos.

En Toledo, según un manuscrito inédito del siglo XIX (debido a un particular llamado Prudencio Rodríguez, citado por el académico Moraleda y Esteban en 1918), se puso el alumbrado en las calles el 24 de diciembre de 1783. En las actas municipales consta que, en abril de 1786, se aprobó el Arreglo del alumbrado de esta ciudad. Lo cuidarían un Administrador, dos celadores y diez faroleros, uno por cuartel para encender cincuenta faroles. Las quinientas luces de aceite deberían arder, entre las nueve y las once de la noche, desde de septiembre hasta abril, y en determinadas vísperas festivas. Este tipo de iluminación alcanzó hasta la sexta década del XIX para dar el relevo al petróleo. En 1891, por fin, llegaría el turno de la electricidad.

Barcelona y Toledo

La Ciudad Condal estrenó su alumbrado en 1757 con 1.680 faroles. La completa investigación de Carmen Fernández Hidalgo y Mariano García Ruipérez (1987), titulada Las Luces en el «Siglo de las luces», detalla lo dispuesto allí. Los faroles estaban atados a cuerdas que discurrían por garruchas de latón situadas en las palomillas de las paredes. Las cuerdas se protegían con «medias cañas hasta el suelo, en donde un cajoncito con puerta y cerrada, incrustado en la pared, impedía que nadie más que el personal encargado pudiera bajar los faroles». Este recurso evitaba que los faroleros acarreasen su escalera por las calles para encender cada farol. Tal sistema también se empleó en Toledo, perviviendo aún parciales vestigios que repasamos seguidamente.

En la parte central y más oscura del cobertizo de Santo Domingo el Real, bajo un tejaroz de tablas, se halla una gran cruz mural. Más abajo, y a la derecha, existe una oquedad en el muro, en su día tapada por el portillo que abría el farolero. En su interior hubo un anclaje de hierro para amarrar la cuerda que permitía bajar o izar el farol. En el mismo vano se aprecia el inicio del orificio vertical por donde pasaba la cuerda hasta salir del muro, encima del encalado revoco adornado con una cruz. Desde ahí, el cordel, ya a la vista, llegaba hasta el lado derecho del tejaroz para discurrir luego por las dos garruchas (que aún perduran) y atar el farol que pendía sobre la cruz.

Este ingenio se aplicó también a dos imágenes protegidas por vidrios. Una, la Virgen del Tiro, alojada en un muro catedralicio frente a la calle del Barco, y otra en la plaza de San Juan de la Penitencia, sobre la puerta de la iglesia de San Justo. En este mismo templo, en el rincón situado a la izquierda de la torre, se dispuso igual artilugio para alumbrar el arco que cobijaba una antigua pintura, ya perdida, del Cristo de la Misericordia. En el cobertizo de Santa Clara se encuentra otro vano en una pared y el recorrido vertical de la cuerda hasta el techo donde colgaba el farol, si bien, tres pinturas religiosas enmarcadas por molduras de escayola estaban en la pared opuesta. Sin embargo, en el largo cobertizo de la calle del Colegio de Doncellas y con su correspondiente cruz, no quedan huellas de aquel tipo de artificio.

Como se ve, estos sistemas de iluminación eran anejos a cuadros y cruces. Algunas de éstas últimas, ubicadas en sombríos rincones, unían la devoción y la utilidad, como sucede en la calle de los Aljibes. Aquí una cruz preside un portillo de madera que cubre un brocal embutido en el muro, a cinco peldaños de altura sobre el nivel de la referida calle. A la izquierda, se aprecia el hueco rectangular que en su día albergó el anclaje para bajar y subir el farol de la cruz. Cerca, en la plaza de Santo Domingo el Real, bajo el homenaje a Bécquer, se observa un vano parecido que daba servicio al contiguo crucero. Por último, en la plaza de San Juan de la Penitencia, a la derecha de la portada gótica de la antigua capilla conventual, queda una curvada hornacina, pero sin cruz. Cerca, una inscripción, de 1690, sitúa aquí la primera estación de un viacrucis del que, hasta 1974 aproximadamente, perduraron dos cruces murales.

SOBRE EL AUTOR
Rafael del Cerro malagón

Maestro, profesor de Secundaria e inspector de Educación. Doctor en Historia del Arte. Investigador especializado en la fotohistoria e imagen de la ciudad Toledo

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