Valle de los Caídos, la otra cruz
POR VIRGINIA RÓDENAS FOTOS: IGNACIO GIL
Consagración en el altar mayor. Sólo luce la Cruz en la mastaba oscurecida. Se repite la belleza de la liturgia que sobrecogió y embelesó a los pueblos desde la Edad Media: IGNACIO GIL
A por el más «facha» de entre los «fachas». A eso vienen hasta Cuelgamuros. Periodistas curtidos en la máxima «no dejes que la realidad te estropee una buena noticia» cunden como las ratas en este Valle de la desmemoria. «¿A usted no le da reparo ... decir misa sobre la tumba de Franco?», le preguntó una entrevistadora venida de Suecia al padre abad de la Santa Cruz del Valle de los Caídos, un monje negro, alto y enjuto como una vara, que con la retranca murciana que no le ha desdibujado la vida monástica, le espetó «¿y a usted no le da vergüenza venir desde tan lejos a hacerme esa pregunta?». Y ahí se acabó todo porque cuando la sagaz redactora televisiva descubrió la verdad del benedictino prefirió «dejarlo para otro día». O para nunca, como ese colega catalán que ha llamado al cenobita estos días excusándose de que la entrevista no saldrá «porque en mi periódico esperaban otra cosa». O mejor se la inventan como hizo otro enviado de un periódico nacional especialista en estos amaños. «Yo nunca contesté eso», me dice Anselmo Álvarez abriendo más los ojos, y abriendo aún más las manos en un signo estremecedor de impotencia. Él, que venido de Silos fue monje fundador de esta abadía casi cincuentenaria, incluso se ha visto involucrado en montajes cinematográficos de ciencia ficción: se presentan ante la puerta del cenobio unos tipos pertrechados de cámaras y focos, vienen a rodar una película sobre el lugar, no han avisado, hay que avisar, pues no nos vamos, «porque -grita uno que sale del coche- yo tengo todo el derecho del mundo a estar aquí, que para eso fui preso que trabajó como esclavo en su construcción», «pero que dice, hombre», «pues lo que oye, que yo perdí aquí a muchos camaradas», «a ver, díganos de qué fecha a qué fecha estuvo aquí, quién era el contratista para el que trabajó, en qué tajo, diga el nombre de alguno de los que estuvieron con usted, de qué prisión procedía, haga memoria...», «...». Ni un solo dato real que aportar. Nada. «Y cuando además les cuento que algunas de estas personas que estuvieron en el Valle siendo presos, luego se quedaron a trabajar para la comunidad benedictina y que fue aquí donde se jubilaron, ya no quieren seguir escuchando. No les interesa la verdad objetiva, sino la que ellos pretenden crear o han imaginado al cabo de los años». Y así vive el abad, y los otros 23 monjes que habitan en Cuelgamuros, rezando por las 60.000 almas de los católicos muertos de uno y otro bando de esa vieja guerra fratricida, guardando el registro de los muertos con más de 33.700 nombres y unas fichas con el lugar en que cayeron de tal forma que reconstruyen ante nuestros ojos el horror de la batalla escrita a mano y cobijada en los tomos de esta biblioteca también muerta de la abadía; y cada día alabando a la Cruz de Dios, y a cada momento sufriendo el calvario de la cruz, pesada cruz, que les imponen los hombres.
Hoy, miércoles de sol y viento, en un dulce y raro noviembre, nos hemos encontrado con el padre abad después de la solemne misa de 11 que, como cada día, abrigada por el canto gregoriano de una coral de voces blancas, se celebra en el altar mayor de la Basílica de la Santa Cruz del Valle de los Caídos bajo el crucifijo soberbio de Beovide, la única luz que durante la consagración permanece encendida en la mastaba. Sobrecogedor. Asisten al oficio una docena de fieles. «Pero muchos días -dice el benedictino- estamos solitos. A veces miro los bancos y pienso "qué poquitos somos", pero esa sensación dura un instante, porque estamos nosotros y ellos, todos los que están enterrados aquí -entre ellos el padre fusilado del abad, una hermana de 13 años reventada por una bomba "nacional" y un tío republicano-, y con ellos compartimos la liturgia, y con todos, rezando, los millones de personas que creen en lo mismo que nosotros. Las voces suenan a poquita cosa pero detrás hay un coro universal. Sé que sin fe esto es difícil de entender y mucho más difícil de aceptar, pero nosotros lo vivimos con absoluta seguridad».
Hablas con el monje y cuesta imaginártelo como ese «friki» que tantos vienen buscando, el guardián de la memoria de Franco y el azote de Zapatero o, mejor, el flagelo de los «rojos», o la deslenguada condena de la «ley de memoria histórica» o vaya usted a saber qué. No hay más que preguntar y el cenobita contesta: «Cuando nosotros recibimos la invitación para venir aquí, a quienes invitaron fue a unos monjes, de manera que nadie nunca nos ha pedido otra cosa que la de que seamos monjes en el Valle. Sí nos han pedido que llevemos a cabo unos fines para la fundación, pero que coinciden plenamente con nuestro estilo de vida, esto es, orar por los muertos de la basílica, de un bando y de otro, y que siguieron llegando hasta mediados los años 80; y la dirección del Centro de Estudios Sociales que se ponía en marcha y que también coincidía con nuestra tradición cultural y afán por el conocimiento, un lugar que sirvió de semillero de ideas de los grandes intelectuales que buscaban paliar los problemas de desigualdades sociales y económicas que habían llevado a la contienda, y que luego germinaría en la Transición, cuando esos mismos pensadores que aquí vimos serían los protagonistas. Cuando el Gobierno decidió cerrarlo en 1982 no tuvimos el menor problema en dejarlo, aunque sí dolor y tristeza por lo que había significado. Porque esos estudios también contribuyeron al sentido de la reconciliación que tenía este lugar, y que no son palabras que están escritas o ideas que se aportan ahora, sino que pertenecen a la misma esencia de su fundación. El trabajo de casi 25 años y su compilación en 60 volúmenes está ahí. Pero de todo esto nadie quiere acordarse tampoco, como si nunca hubiera pasado».
Entonces, fray Anselmo Álvarez repasa el rosario de olvidos que en pro «de un nuevo hombre y un nuevo mundo» se han ido encadenando, como esta tarde en la portería del cenobio anilla fray Filiberto, con sus manos de tronco de vid, el rosario de semillas que él mismo cultiva. Y me cuenta cómo Europa ha cortado sus raíces enterradas en los monasterio benedictinos, que durante la oscura Edad Media sirvieron de puente entre la devastada cultura clásica de Roma y la Edad Moderna, cómo conservaron lo que quedaba y en una tarea ímproba copiaron una y otra vez, después de cada invasión y de cada destrucción, todo el saber acumulado, los mismos mimbres de nuestra civilización; cómo difundieron el conocimiento, la belleza y el arte, cómo trabajaron a favor de la paz con su épica «tregua de Dios» -cuatro días para Dios y tres para la lucha- y con los combates a primera sangre; cómo fundaron escuelas y universidades -y apunta la de Cambridge, de la que se conoce hasta los nombres de sus creadores, y en donde todos, «incluidas las mujeres», pudieron participar de las enseñanzas-, cómo les guió el Evangelio a aquellos monjes en todos estos empeños, cómo por la Regla de San Benito el trabajo dejó de ser algo de esclavos y se le dotó de valor, piedra angular del progreso de los europeos y de su desarrollo social, de cómo se gestó la industrialización, la red de comunicaciones y las técnicas entre aquellos monasterios que fueron extendiéndose por todo el continente... «El monje -añade el abad- es algo así como la memoria del hombre. Pero ahora se quiere reconstruir una historia que ha borrado todo esto del pasado, creando una historia completamente nueva, pero que no puede tener ningún resultado porque está hecha sobre argumentos falaces. Pero sepa que todo lo referente a Dios y a todo ser humano y sus raíces fundamentales tienen una persistencia absoluta y esto va a seguir siendo así pase lo que pase, aunque las personas que mantengan esta unción queden reducidas a la mínima expresión, algo totalmente circunstancial y que ha podido pasar en otras épocas. Hoy los monasterios son algo así como un Arca de Noé donde persisten como en aquella primera arca las personas que desean ser fieles a estas afirmaciones y convicciones que le llevan a su comunión con Dios y al mismo tiempo a vivir ese ser como experiencia humana fundamental y, en la medida en que se pueda, a transmitirlos a otra generación. Pero aunque no fuera así, se recuperarán de todas formas porque son tan radicales al ser humano que en el futuro habrá siempre alguien que se reencontrará con esos genes esenciales. Porque la verdad, como las creencias, no tiene tiempo ni historia».
«Secreto de Estado»
Luego, el monje negro, que cuando salgan estas páginas habrá oficiado el funeral aniversario del 17-N «por Franco, José Antonio y todos los Caídos por España» -según el lema de los solicitantes- y habrá leído su homilía consensuada por toda su comunidad benedictina -«un secreto de Estado», bromea-, afirma que a él y al resto de los frailes no les ata al Valle más que el fin de rezar por los muertos y que si una modificación en sus funciones o en el tratamiento del lugar supusiera una indignidad para su orden lo dejarían todo y se marcharían. «Gente muy importante del Gobierno -declara- que al verme esperaba encontrar a ese primer facha de los fachas se sorprendió mucho cuando vieron que ante sí sólo tenía a un monje».
Tampoco nosotros perdemos la oportunidad del conocimiento de primera mano. Me atrevo. ¿De verdad que Carlos Luis Álvarez «Cándido» fue el «negro» de su antecesor Pérez de Urbel en «Los mártires de la Iglesia. Testigos de su fe», unas hagiografías con más de invención que de copia? «Sí, pero no lo hizo obligado por el hambre».
Suena raro oír hablar de marcharse cuando hoy a su arca se siguen sumando supervivientes de la fe. El último es un gijonés profesor de instituto en Aranda de Duero, de 33 años, musicólogo, historiador y licenciado en Ciencias Religiosas que atravesó las puertas del cenobio hacia la clausura el pasado 15 de agosto, día de la Virgen. A sus seis hermanos, «muchos de ellos nada practicantes», les costó entender que se hiciera monje y más aún que lo fuera en el Valle de los Caídos. ¿No había otro monasterio? Pero David Cuenca que se ha salido del mundo para encontrar a Dios en Cuelgamuros, y si sale a su paso «amarle para toda la vida», cuenta con pudor que fue aquí, hace dos años, durante unos cursos de gregoriano, cuando «el señor me sedujo y yo me dejé seducir por él». Embelesado por la liturgia, como aquellos bárbaros de la Edad Media, y encandilado con Dios, pasa las horas rezando y estudiando la Regla de San Benito, Historia Monástica, Historia de la Espiritualidad, Liturgia y órgano para acompañar al gregoriano. Su vida hecha en nuestro mundo se ha parado: la cuenta del banco -no ingresó hasta que no saldó sus créditos-, el coche -donde escuchaba «Los 40» y a U2-, la casa, la probabilidad de una novia, un trabajo fijo... «Pero la paz interior que he logrado entregado al Señor y haciendo lo que tengo que hacer no lo cambio por nada». Y se ríe al recordar cómo un compañero de instituto, edil de IU, le soltó al enterarse de su vocación «tú te quedas con la gracia de María y a nosotros nos dejas el marrón de Marta». Y yo me acuerdo de las ratas, que querrán pensar «¡otro facha!»; pero cuando saco el asunto de «el funeral» ni siquiera cae en que le hablo de Franco. «Yo rezo -añade- todos los días por todos los muertos».
A este hombre con la vida hecha afuera lo que más le cuesta es humillarse, ser obediente y ser el último mono. Por eso le repite a Dios «que yo sea el último en todo, pero el primero en amor». ¿No me dirá que no se pelean aquí dentro?, digo. «Se pelean más los matrimonios». ¿Es de una pasta especial? «La base de una vida ascética es tener conciencia clara y real de que Dios es un padre y yo su hijo querido y de que como cantamos todos los lunes en Vísperas, "antes de la constitución del mundo ya había previsto que yo fuera santo, que fuera monje benedictino"». Sólo eso: lo que son.
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